Durante un tiempo estuvo
circulando por la red una historieta en la que un abogado de derechos de autor
le pedía a Shakespeare cuentas sobre los continuos plagios que había detectado
en su obra. La base es completamente
cierta: Shakespeare no fue un autor original al 100%. Tampoco lo fueron otros
autores de teatro como Lope o Calderón.
La moraleja del asunto, muy
aplaudida y difundida, es el viejo “Nada nuevo bajo el Sol” pero aplicado a la
actualidad, también un más peligroso “Si Shakespeare hubiera tenido que pagar
derechos de autor por esas obras no hubiéramos disfrutado de Shakespeare porque
no podría haber hecho frente a los pagos de uso de los textos originales” y,
claro está, una defensa de la “copia doméstica” y la “difusión gratuita de la
cultura” donde se entremezcla la mala conciencia (en definitiva todos hemos
convenido en que no pagar por algo que no nos pertenece es robar, por mucho que
para llevar a cabo dicho acto delictivo no sea necesario el uso de la violencia
ni contra las cosas, ni contra las personas) y un erróneo discurso basado en que sin estos
métodos se vería detenido el flujo cultural, se interrumpiría “la tradición” y,
por tanto, la transmisión se vería detenía y, con ello, volveríamos a las
cavernas. Todo un poco trágico. Todo un poco apocalíptico.
El problema, como siempre, reside
en esa idea instalada de modo general que insiste en que solo puede observarse,
estudiarse, analizarse y criticarse la Historia Universal a través de los usos
de la moral y las costumbres actuales.
Esa historieta tiene una base muy
cierta (Shakespeare “plagió”…también muchos otros) pero lo hizo por cuestiones
muy precisas: no existía la conciencia de “plagio” puesto que no existían ni el
concepto actual de “autor” ni tampoco el de “originalidad”. Por lo menos no en
los términos en los que se vienen usando desde que el Romanticismo cambiara
para siempre esos términos.
El escritor se sentía solamente
parte de una tradición literaria previamente acotada por el mencionado “NADA
NUEVO BAJO EL SOL”. De hecho estaba convencido que todos los grandes temas, que
todas las formas de narrar ya habían sido inventadas por los autores de la
Grecia clásica. Sin más. Lo único que se podía hacer, por tanto, era volver una
y otra vez a ellos, imitarlos (el concepto de “imitatio”…algo farragoso) e
intentar imitarlos con la mayor gracia posible. El objetivo del autor era
renovar aquellos textos y adaptarlos a su época. Sin más. El hecho de que las
decisiones sobre la moral, sobre lo que era bueno y no, recayeran en la Iglesia
(católica o protestante en sus diversas modalidades) ayudaba también bastante a
que el escritor –que no autor pues tenía una autoría relativa según nuestra
propia visión- no se saliera del camino prescrito. Si se salía, si se ponía
tonto o reivindicativo, siempre le podía pasar como al autor del “Lazarillo de
Tormes” que vio su obra perseguida y publicada sin su nombre. Primero por lo
que decía, es una crítica frontal y dolorosa a la sociedad de su época, y por
otro porque podría considerarse a este libro como una de las primeras obras “originales”
de su tiempo si tenemos en cuenta la estructura que usa como base narrativa.
El historietista de esta tira
cómica se hubiera visto en problemas para llevar a cabo su razonamiento si, por
ejemplo, hubiera usado a Cervantes y a “El Quijote” como base para su trabajo.
El Cervantes que escribió “El Quijote” también fue un autor muy original.
Completamente original pues inventó, posiblemente sin saberlo, la mayoría de
los recursos narrativos que se utilizan actualmente. Si, para hacer la obra
comprensible, se nos ha contado siempre (y esto también con cierto desdén un
tanto doloroso) que Cervantes no hizo más que parodiar el género de la “novela
de caballería” lo cierto es que en el extenso texto pueden encontrarse otras
chuflas cervantinas sobre la poesía pastoril, el teatro o, incluso, varias
coñas con respecto a muchos de los manuales sobre usos y buenas costumbres que
habían de observar los caballeros y, también, a los manuales sobre como
combatir con espada. Sin duda también a otras tradiciones de las otras dos
confesiones religiosas persistentes (pese a la persecución eclesiástica y
gubernamental) como eran la árabe y la judía.
Todo eso es “El Quijote” y no es
muy “original” –puesto que no era del todo suyo…Cervantes como autor teatral y
lírico también metió sus sablazos a los autores clásicos porque era como se
esperaba que actuara un escritor- porque lo que es “original” de Cervantes es,
más bien, su modo de disponer todas las piezas, de estructurarlas y de
ofrecérnoslas como algo nuevo e, insisto, “original”.
Ese esfuerzo autoral, la
construcción de toda una maquinaria narrativa por parte de un autor, no se le
reconoció en su época. No fue lo que llamó más la atención de “El Quijote”.
Nadie, tras leerlo, pensó un “cáspita, esto no lo había leído yo así en mi puta
vida. Este hombre es un genio” o si lo pensó no nos lo hizo saber. De hecho,
sus contemporáneos, siempre le achacaron a Cervantes que hubiera perdido el
tiempo en escribir una obra tan extensa y, a la vez, tan carente de cosas
buenas. Y cuando esa gente decía “cosas buenas” se refería a que, por aquellos
tiempos, todo lo que no incluyera alimento para el espíritu y no prosiguiera la
línea de loar y transmitir todo lo que se consideraba justo y bueno era más
bien tomado como simple entretenimiento y, por tanto, de poco peso.
La idea general sería algo así
como: “Bueno, está de puta madre, pero solo vale para echarse unas risas”.
¿Se identifican ustedes con esa
frase? ¿No recuerdan haberla dicho nunca para referirse a una película cómica,
a una obra de teatro o a una novela del mismo género? Yo creo que alguna vez
sí.
Cervantes, pues así lo dice en el
prólogo y así lo dejan caer sutilmente algunos de sus personajes, sí es
consciente de que ha escrito una obra muy compleja para su época, incluso que lo
que le “ha salido” es algo que puede confundir a los lectores pero no parece
alardear de ello en ningún momento pues también cree, como todos nosotros, que
la comedia es un género menor. De hecho lo escribe porque anda mal de dinero,
como siempre, y necesita un libro que le haga ganarse el favor de algún mecenas
y le abra las puertas de la nueva corte de Felipe III. Piensa en una obra que
le pueda llamar la atención, en una obra que le pueda gustar a un rey joven y
fiestero que, por aquel entonces, tiene revolucionado al reino pues ha
convertido la pacata corte de su padre Felipe II en un “fiestódromo” al más
puro estilo portugués o italiano. Por eso escribe una comedia. Vale que se echa
unas risas diciendo que hay mucho escritor teatral y poeta al que se le ha ido
la olla y que cada vez todo resulta más elevado e incomprensible pero, en
realidad, a la hora de dedicarle el libro al VI Duque de Béjar, hombre de
confianza del Rey que él confía que se convierta en su valedor y mecenas, ya le
avisa de que el libro que le ofrece no es muy allá con estas palabras: “(…) está desnudo de aquel precioso ornamento de
elegancia y erudición del que suelen andar vestidas las obras que se componen
en las casas de los hombres que saben (…)”.
A Cervantes parece que “El
Quijote” le sabe a poco. Que le hubiera gustado que sus obras anteriores, más
serias, le hubieran dado más fama y más dinero.
El objetivo de Cervantes, en lo
que a ventas se refiere, fue cumplido pues la obra le dio muchísima fama en la
época. Tanto es así que en 1614, nueve o diez años después de su publicación,
alguien tiene a bien sacar a la luz un “Segundo tomo de las andanzas del ingenioso
hidalgo Don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta
parte de sus aventuras”., obra firmada por alguien que decía ser el
Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda.
El autor no aparece por ninguna
parte porque, en realidad, es el seudónimo de Cristobal Suárez de Figueroa un
autor muy conocido y famoso en su época pero, cuya obra, no ha resistido el
paso del tiempo y, en la actualidad, no aparece en las listas de escritores que
consideramos importantes. Seguramente porque Suárez de Figueroa fue un autor
que no “inventó” nada, que simplemente fue un contemporáneo que siguió los
pasos marcados por los gustos de la época en la que le tocó vivir y que pensó
que “El Quijote” era todo un dislate.
Por la Biblioteca Nacional debe
de andar todavía un pliego de cordel donde se recomiendan una serie de obras
que el “buen caballero debía leer” y otras tantas que no donde se recomiendan
un montón de volúmenes que ahora consideramos menores o, incluso, ni siquiera
han llegado a conservarse y, sin embargo, se dice que ni “El Lazarillo”, ni “El
Quijote”, son obras a tener en cuenta. Ya saben, los tiempos cambian.
La cosa sentó muy mal a Cervantes
que, pese a que parece que nunca lo tuvo previsto (hay una diferencia entre un
volumen y otro de unos 10 años) publicó al poco tiempo la verdadera “Segunda
Parte del ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha” donde se quejaba, con
buena pluma y mucha ironía, de que hubiera gente que se hubiera tomado mal el
éxito de su primer trabajo y, sobre todo, se defendía de las acusaciones de
falta de calidad de su primer Quijote. En el trasfondo de dicho enfrentamiento
también late una cuestión de dinero: El “Quijote de Avellaneda” tuvo mucho
éxito en su época y a Cervantes le molestó que alguien sacara dinero a su
costa.
En la España actual una cosa como
esta hubiera terminado en los tribunales: Primero porque incurre en un plagio
al no reconocer la autoría de Cervantes sobre los personajes que ha utilizado
y, segundo, aunque eso ya sería cogérsela con papel de fumar, porque se pone sobre
papel una burla descarada contra el autor, un ataque personal, y no contra la
obra.
Por poner un ejemplo actual: no
hablo de que Wes Craven, autor de “Scream”, denuncie a los Hermanos Wayans por “Scary
movie” si no de Gregorio Sánchez Fernández demandando a Florentino Fernández y
Pepe Navarro por lucrarse con la creación de unos personajes (los habitantes de
Chiquitistán conocidos como Lucas Grijander y Krispín Jander Klander…Chiquitita lo
interpretaba Maribel Ripoll) basados en otro personaje creado por él llamado “Chiquito
de la Calzada” dejándole al juez la papeleta de decidir si el que se subía al
escenario a contar chistes era el propio Gregorio Sánchez Fernández bajo el
seudónimo de “Chiquito de la Calzada” o “Chiquito de la Calzada” era, en
realidad, un personaje creado e interpretado por Gregorio Sánchez Fernández,
cantaor y humorista malagueño.
Si Cervantes no llevó a los
tribunales al autor del “Quijote de Avellaneda” fue, específicamente, porque ni
el plagio era considerado un delito, ni ya digo, se observaba a la creación
artística más que como una imitación y no como algo de lo que el autor fuera
dueño.
Durante los siglos venideros “El
Quijote” nunca fue considerado una gran obra de la literatura. Pese a ello su fama no se agotó pero no fue muy digno de mención. Esta catalogación de “obra
menor” culminó abruptamente con los románticos europeos que cambiaron el
concepto literario para siempre.
¿Cómo?
Échale la culpa al cambio de
conciencia producido por la Revolución francesa primero y por las revoluciones
burguesas después. El mundo cambió así como su concepción del individuo y los
seres humanos comenzaron a cuestionarse el orden de las cosas. La moral se
aflojó o, por lo menos, la dirección moral impuesta dejo de tener sentido al
mismo tiempo que filósofos y escritores comenzaron a trabajar en la idea de
que, a lo mejor, los que imponían esa dirección moral carecían por completo de
moral y, por tanto, no eran los más indicados para salvaguardarnos de nada.
Afloraron otras ideas sobre el individuo y, de pronto, comenzamos a pensar en
que cada hombre y cada mujer e, incluso, cada país, podían tener una idea
diferente pero aceptable para hacer las cosas.
Eso tardó poco tiempo en saltar
al arte. De pronto los románticos decidieron que el autor tenía que tener
también voz propia, que podía hablar de lo que quisiera y desde el punto de
vista que quisiera, que ya no había diferencia.
Así nació un nuevo concepto de “originalidad”,
que es el que usamos todavía, en el que el autor tenía que ser, por narices,
diferente a los demás o, por lo menos, ofrecer una visión diferente de las
cosas.
El escritor ya no era solamente
un transmisor si no un “creador”, un “autor” y, como tal, tenía que ceñirse a
ese nuevo concepto de lo “original”. Tenía que ser novedoso e interesante. No
había más narices.
Con una nueva concepción sobre el
autor y un nuevo concepto de originalidad todas las obras tenían, por tanto,
que diferenciarse las unas de las otras y así fue como plagiar y copiar fueron
convirtiéndose en cosas cada vez peor vistas y, definitivamente, delictivas.
Sin más.
Ese cambio de conciencia
descubrió la dimensión gigantesca de la obra de Cervantes por haber sido la
primera, la original, la que lo petaba, a la hora de mezclar géneros y puntos
de vista, de estar estructurada de la manera en la que lo está, de dar voces a
unos personajes y a otros en los momentos en los que lo hace.
En general se
reconoció a Cervantes como el “inventor”/”creador” de un universo nuevo que en
nada tenía que ver con lo visto hasta entonces.
En los años venideros la lucha
por la erradicación del analfabetismo, el acercamiento de la cultura a las
masas y un abaratamiento de los costes en la producción cultural fueron
aumentando el número de voces y, por tanto, también, fue más difícil ser un
autor genuinamente original. En la actualidad, paradójicamente, volvemos a
insistir (como el autor de esa historieta) en dar la producción cultural como
cerrada por completo y, por tanto, obligamos a la gente a que comprenda que ser
original ya no es un valor porque es imposible ser original ya que nuestra herencia
cultural es tan grande y diversa que hemos agotado todas las posibilidades de
inventar cosas nuevas.
Estoy un poco en contra de esas
afirmaciones taxativas y de esos sermones laicos interesados sobre esta
cuestión. La creación siempre será posible y la originalidad también.
Seguramente no en las temáticas pero sí en la forma de hacer las cosas, de
narrarlas.
Es imposible escapar de las
influencias, de los “basados en”, pero esto es normal en tanto en cuanto
pertenecemos a una tradición que, a la vez, nos enseña los pasos para nuevas
formas de creación. Hay que huir en sentido contrario o defenderse con una pistola
de la gente que dice “no tengo influencias” porque, sobradamente, sabemos que
es mentira, que la tradición es aprendizaje y que, cuanto más amplio sea este
aprendizaje, más rico será nuestro arsenal creativo. La inspiración, la dichosa
inspiración, también proviene de ahí. Es simple de entender y no hay que
negarla, es más, hay que reconocerla. Sergio Leone, inventor de el “Spaghetti
Western” (una relectura, un subgénero, alimentado por la necesidad, la
geografía y los departamentos de producción antes incluso que por trasladar una
“visión nueva” al propio western) decía de sí mismo: “Reconozco que soy el padre de muchos hijos de puta”. Una frase que
podía interpretarse igual para reconocerse como inventor de un género nuevo y
también como el colaborador necesario para que otros hubieran envilecido el
western clásico o, también pensemos en estos términos, como el reconocimiento
de que el “Spaghetti western” tenía más padres-creadores-autores además de los
directores y guionistas norteamericanos.
Pese a todo a Leone no se le
ocurrió rodar “La Diligencia” sin avisar de que, en realidad, la idea original
no era suya o intentó pasar un guión de otra persona por un guión propio que es
de lo que se trata el plagio.
Desasistir al autor de la
autoría, de los derechos intelectuales sobre sus invenciones, justificándolo
con argumentos torticeros es, en realidad, abrirle las puertas a que haya gente
que se nutra del trabajo de otra gente y nos llevaría, por ejemplo, a eliminar
las oficinas de patentes en tanto en cuanto las invenciones en el campo
industrial también deberían de ser desasistidas de cualquier derecho
intelectual, de cualquier autoría.
Es evidente que la invención de una válvula
de plástico para hacer funcionar un corazón enfermo es muchísimo más importante
(¡Salva vidas, maldita sea!) que sacarse del magín una novela (¡Solo sirve para
entretener!) pero en términos de esfuerzo intelectual supone, a veces, las
mismas horas de trabajo. En realidad escribir, pintar, tallar o rodar una
película también son actividades que pertenecen a un aprendizaje, son trabajos
donde existe la profesionalización y, aunque tienen su parte de inspiración
(ahí está el detalle, la diferencia entre unos autores y otros), pueden
reproducirse. Es decir, se pueden aprender las técnicas para llevarse a cabo.
Defiéndanse a palos de esos autores que dicen que lo suyo es todo inspiración y
que el trabajo solo es una parte del asunto. Mienten como bellacos de forma
interesada, quieren hacerse pasar por seres especiales y esperan desalentarlos
con sus palabras recordándoles que ustedes no lo son. Menudos caraduras. Recordemos
a Picasso y su “Si llega la inspiración
que me coja trabajando”.
A efectos prácticos legales, en
realidad, pasando por encima la importancia o trasdendencia de las cosas (algo
que se dirime en la condena y no en el veredicto) no hay mucha diferencia entre
que un empresario de reactores para aviones use un modelo copiado a otra
empresa y un escritor que copia de arriba abajo la novela de otro autor. Más
que nada porque ambos reconocen así su incapacidad para producir algo bueno por
sí mismos y, sobre todo, esperan ganar dinero con ello.
Por eso hay una diferencia
enorme, que creo que haya podido explicar en el texto, entre lo que es coger
cosas de una tradición, de acudir a otros autores que admiramos y con los que
aprendemos, y directamente plagiar o fusilar que es una cosa más bien fea. Un
delito si con ello pretendemos dinero y una estupidez ególatra si lo único que
queremos es apropiarnos de algo que no es nuestro para darnos pisto. A mi, como
a mucha otra gente, en el transcurso de mi vida profesional me han plagiado algunas
cosas. Siempre me he sentido mal. Sobre todo cuando descubres que otro ha
ganado dinero a tu costa. Reconozco que
mi enfado ha sido mayor cuando me he enterado de que la cifra recibida por
copiar y pegar algo mío (en tanto en cuanto no existía antes de que se me
ocurriera ponerlo en un papel) fue alta (en una ocasión, nada más) pero que la
sensación de mierda era la misma que, cuando en el colegio, alguien intentaba
pasar una redacción que acababa de copiar de un libro como suya o cuando una
vez no tuve tiempo para terminar una tarjeta de felicitación de “El Día de la
Madre” y tuve a bien escribir una que había leído por ahí. Me declaro culpable
de aquello. Durante todo el tiempo que la felicitación de cartulina estuvo a la
vista no podía pasar por su lado sin que se me pusieran la cara como si me
acabara de quedar dormido sobre una placa vitrocerámica. Me declaro culpable también
de no reconocer aquello hasta hoy mismo y eso que han pasado como 30 años. Era joven y necesitaba el reconocimiento de mi madre, eso es lo único que me justifica.