Fui con mi tío Julio a ver “Perdita
Durango”. Era lunes y fuimos a un cine que ahora es un gimnasio. A ambos nos
gustó pero, sin duda, lo que más nos
gustó a los dos fue aquel actor gordinflas, de aspecto sudoroso y eterna cara
de angustia y mosqueo.
Durante toda la película Woody
Dumas intenta desentrañar el retorcido caso de secuestro de dos adolescentes en
medio de un terreno completamente hostil, un territorio fronterizo donde se
mezclan dos culturas que se oponen la una a la otra para no ser absorbidas y
acaban por fundar una entidad propia. Por ese nuevo “país” fundado en varias
religiones, tendencias musicales, literaturas, sociedades etc. pululan ricos
despistados que quieren pasarse al lado salvaje, pobres como ratas que quieren
saltar al otro lado para llenarse los bolsillos de dólares, mafiosos,
criminales sexuales, traficantes (de drogas, de armas, de almas, de fetos) y,
en medio de todo aquello, solo Woody Dumas intenta poner algo de orden
enfrentándose a la locura colectiva como un policía tan estéticamente horrible
como profesionalmente eficaz.
Bien podría Alex de la Iglesia haber introducido en aquella historia a un
policía de una sola pieza, ya saben, a un héroe. Haber invocado la idea de que
el Mal absoluto solo puede combatirse con el Bien absoluto. Por suerte, el
binomio De la Iglesia-Guerricaechevarría, ya había escrito “El Día de la Bestia”
y ya nos había mostrado a otro antihéroe, el Padre Berriartúa, que había
llegado a la conclusión de que el Mal absoluto solo puede combatirse con sus
mismas armas.
La diferencia, esta vez,
estribaba en que Ángel Berriartúa era un ser inocente introducido en un
ambiento completamente hostil (El del Madrid de la crisis económica-ideológica
de la primera mitad de la década de los 90 del siglo pasado) que inicia con
torpeza pero con decisión el camino de convertirse en un socio de Satán (quizás
en uno de nosotros) y aquí Woody Dumas es un policía metódico que busca la raíz
del mal (A Perdita y Romeo) conociéndolo a la perfección y cuyo mayor
inconveniente acaba siendo su propia mala suerte –acaso las interferencias de
los “hechizos” del propio Romeo Dolorosa- y una cierta dosis de estupidez de
las personas que, en teoría, tienen que ayudarle a completar su misión. Berriartúa se ve incapaz de entender el mal pese a que viene a desatarlo para hacerlo desaparecer y Woody Dumas, sin embargo, lo entiende a la perfección y quiere acabar con él pese a que entiende perfectamente que no será capaz.
Durante las cañas posteriores el
Tío Julio y yo intentamos recordar donde habíamos visto a ese actor.
Recordábamos haberlo visto en “Amor a quemarropa”, “Marea Roja” (ambas de Tony Scott) y en “Como
Conquistar Hollywood” de Barry Sonnenfeld. En dos de ellas haciendo de matón y
en una haciendo de oficial de un submarino nuclear. Todos aquellos papeles, que
en su momento nos habían parecido tan intensos, nos parecieron demasiado
pequeños para un actor con tanto talento.
Meses más tarde, leyendo “Durango
Perdido” (el diario que Carlos Bardem hizo de “Perdita Durango”), me enteré de
que James Gandolfini había conseguido esa cara de angustia y de cabreo continuo
poniéndose trocitos de piedras en los zapatos. Un truco tan del “Actor´s Studio”
como los de Hoffman en “Marathon Man” (correr toda una noche antes del rodaje
de las escenas finales de la película para parecer cansado, sucio y aturdido)
que con tanta sorna criticó Sir Laurence Olivier (“No sabía que NO eras actor”
le espetó el actor inglés al norteamericano cuando este le explicó su técnica)
y quizás tanto como los de Juan Diego (que vivió durante unos meses en una casa
completamente vacía) para interpretar a San Juan de la Cruz en “La Noche Oscura”
o los de Jorge Sanz que, y esto es verídico pese a estar recogido como ficción
en su serie “¿Qué fue de Jorge Sanz?”, reconocía “pellizcarse un huevo”
metiéndose la mano en el bolsillo del pantalón cada vez que tenía que llorar en
una secuencia.
La anécdota, la de las chinas en
los zapatos, nos habla muy bien de James Gandolfini como de un actor tan
metódico (más allá de ser un “actor del método”) que preparaba a conciencia sus
papeles. Unos papeles que le fueron cayendo a cuenta gotas durante toda su
carrera y que, excepto en el caso de “Los Soprano”, no le permitió más que
brillar como brillante secundario. Una pena, un déficit del “mercado
audiovisual” que venimos arrastrando desde hace ya unas cuantas décadas, porque
sin duda se hubiera merecido un poco más. Gandolfini ha sido tan grande que
todo lo que ha hecho nos parece grande pero, a la vez, un poco pequeño, un poco
injusto, muy poco acorde con su talento tan empequeñecido por una cuestión
ridícula: ese “déficit” de papeles
grandes para gente que no entra en los cánones estéticos adecuados o de esos
papeles grandes que serían adecuados pero que, desgraciadamente, acaban cayendo
en manos de un actor que decide engordar o afearse con complicadas técnicas de
maquillaje para poder hacer un papel de estas características. Ejemplos claros
de este hecho los tenemos en Charlize
Theron haciendo de Eileen Wournos en “Monster” hasta Leonardo Di Caprio interpretando a J. Edgard Hoover en “Hoover”.
Me pregunto si no hay actores y actrices que pudieran haber hecho esos papeles
sin tener que pasar por sesiones maratonianas de maquillaje.
Pese a todo, no hay ni un papel
de la carrera de James Gandolfini que, simplemente, no haya bordado y no nos
haya permitido retenerlo en la memoria por muy pequeño que fuera. Señal
inequívoca de que algo estaría haciendo bien.
Fue la HBO y su papel de Tony
Soprano por el que será recordado siempre. De 1999 a 2007 dio vida al jefe de
una pequeña familia mafiosa de New Jersey que se pone en manos de una
psicoanalista para intentar sobrellevar los avatares de una vida complicada en
la que ejerce como “cabeza de familia” de dos familias diferentes: la suya, la
que ha formado junto a Carmela, y la otra, el clan mafioso que lidera. Si hay
algo interesante de la serie creada por David Chase es que nos encontramos ante
un personaje que, durante seis temporadas, aparece completamente partido por la
mitad, a veces roto en mil pedazos, un mafioso de poca monta violento y brutal
que, a veces, parecía un tierno padre de familia, que, en otras muchas,
intentaba recuperar el amor de su mujer, que actuaba según un código moral
propio retorcido que, en otras tantas, nos parecía que aceptaba pese a odiar y
que, otras, defendía a capa y espada.
Tony había intentado escapar de
la herencia mafiosa de su familia, de hecho acudió durante un periodo de tiempo
muy corto a la universidad y, sin embargo, como Michael Corleone había tenido
que regresar. La cara de Gandolfini/Tony viendo como Silvio Dante (Steve Van
Zandt) imita al más joven de los Corleone diciendo eso de “Creí que estaba
fuera, y me vuelven a meter dentro” entre los aplausos de los otros mafiosos
es, posiblemente, uno de los momentos más duros y a la vez tiernos de toda la
serie. En definitiva “Los Soprano” no es otra cosa que una lectura más realista
que actualizada de “El Padrino”, una obra cruel con sus personajes y con el
desarrollo de la trama donde Shakespeare se da la mano con Hammet, pero también
con las portadas de los tabloides y, definitivamente, con la realidad. Nadie
duda de que “El Padrino” encierra en su subtexto un discurso completamente
inmoral, una especie de traición del subconsciente de Coppola que los propios
mafiosos americanos (o gente tan dispar como Gil y Gil, amante de la trilogía
hasta el punto de instalar un tríptico de la saga en el centro de negocios de
Marbella) leyeron a la perfección: “Somos así porque éramos pobres y tuvimos
que hacernos ricos saltándonos el sistema porque este no nos daba ninguna
oportunidad”.
Frente a la elegancia y al honor
que Coppola le supone a los Corleone, no olvidemos que se inicia una guerra
contra ellos porque han prohibido a los otros mafiosos traficar con drogas
instalándose a ojos del espectador como unos “mafiosos buenos” o “no tan malos”,
David Chase se acerca más a la dolorosa realidad de la biografía de gente como
John Gotti y, por encima de eso, dibuja a una mafia menor, arrinconada en un
territorio pobretón y dominado por las familias de Nueva York que les aprietan
las tuercas cada vez más.
En medio de ese territorio hostil
y complejo, violento y brutal, Chase dibujó a un personaje normal, a un mafioso
normal, nos deja un regalo a modo de moraleja inquietante: El mafioso no tiene
más remedio que ser así no porque tenga honor si no porque tiene miedo de que
le corten el cuello. Y, por encima de todo eso, ya no puede dar marcha atrás y
dedicarse a algo honrado porque no podría pagarse su tren de vida.
Gandolfini creó a un Tony Soprano
completamente humano, tan complejo como todos los seres humanos, un personaje
dislocado y continuamente dividido entre lo que le dice su cabeza y su corazón
que, muy pocas veces, duda de lo que tiene que hacer. Un mafioso metódico que
elimina a los que amenazan su reinado o su supervivencia por cuestiones más
humanas que instaladas en la leyenda, la tradición o la ficción.
Con su muerte ha llegado el fin
definitivo de “Los Soprano” cuyo final abierto no ha hecho otra cosa que
alimentar el debate y la leyenda sobre la propia serie. Unos minutos finales
que han sido analizados milímetro a milímetro y donde se han dado todas las
hipótesis posibles sobre qué es lo que ocurre en ese larguísimo cierre a negro
donde se interrumpe la acción y termina de sonar abruptamente “Don´t Stop believing” de Journey. Una canción melosa que habla
de una chica de pueblo y de un chico nacido en el sur de Detroit (pobre como
una rata si tenemos en cuenta esa obrera localización) que se conocen en un
antro. Y luego la cosa se pone poética y todo parece un tanto hostil como la
vida misma y luego se nos dice que hay gente que nació para cantar blues, que
todo el mundo quiere emoción, que la gente apuesta por ganar y que hay gente
que gana y gente que pierde…y también que, pase lo que pase, la “película nunca
termina y que la siguen proyectando una y otra vez” y, claro está, que si somos
gente de la calle, que pese a ser gente de la calle, esa gente normal que puede
ser obrera de la construcción, policía o mafioso no dejemos de creer ni por un
instante. Ese es el consejo: “No dejes de creer”. Da igual en qué. Es decir,
intencionadamente, la canción tampoco aporta mucha información sobre qué pasa
en esos segundos larguísimos en que la pantalla se viene a negro. O quizás sí y
todo lo que viene a decirnos David Chase es que la vida de la familia Soprano,
de las dos familias Soprano, seguirá su camino y que no dejarán de creer, es
decir, que seguirán haciendo las cosas más o menos como hasta ahora, que la
serie podría haberse alargado otras 20 temporadas más.
Ahora ya no, claro, las noticias
desde aquel final han contenido la posibilidad de hacer una película definitiva
sobre la saga e, incluso, una nueva tanda de seis o siete episodios más. Una
especie de final heroico. Siempre quise que ocurriera pero también temí porque
lo que viniera después fuera mucho peor o acabara por darme un final épico (que
se hubiera cargado el discurso de la serie) con un Tony Soprano asesinado o un
final tranquilizador donde este se hubiera entregado al Programa de Protección
de Testigos para intentar vivir como una persona normal. Eso último hubiera
sonado tan convencional como creer que todas las películas tienen que tener una
final feliz, hubiera acercado a Tony Soprano al Henry Hill interpretado por Ray
Liotta en “Uno de los nuestros” quejándose de vivir en una zona residencial
donde creen que los macarrones con kétchup son una comida decente.
La muerte de James Gandolfini ha
impedido cualquier posibilidad de que “The Sopranos” vuelve a rodarse pero,
sobre todo, lo imprevisible de su desaparición viene a refutar la teoría de
Chase, y la de los Journey, de que la vida sigue y que las cosas pasan y de que
no podemos hacer nada por evitarlo, que la vida no se acoge nunca a las leyes
de la ficción, del guión o de la literatura y que las cosas buenas y malas se
entremezclan de una manera sorpresiva y absurda formando una cadena de
acontecimientos que, en forma de guión, nadie se atrevería a rodar por parecer
completamente ridícula proyectada en una pantalla.
La muerte prematura de este
enorme actor ha acabado, de una vez, con todas las teorías sobre qué pasa en
ese negro alargadísimo del final de “Los Soprano”.
Ese negro es nuestro
siguiente paso en la vida, un paso que daremos pero que no sabremos hacia donde
nos lleva en realidad, porque, en realidad, el único final posible es este
final. Este final es el que ha acabado de verdad con “The Sopranos” y, por
desgracia, es un final que no ha gustado a nadie, como casi todos los finales
tristes. Un final inquietante e inesperado que nos deja, como todos los finales de la vida, empantanados en medio de un montón de dudas.
2 comentarios:
¡Me gusta esta interpretación del final de la serie!
RIP MR. Tony
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