miércoles, 30 de diciembre de 2009

El perro loco y el abuelo




Yo hoy quería hablar del perro Andy. Andy era un pastor alemán que mi abuelo recogió de casa de una señora. La señora, dueña de una tienda de alimentación, se había enterado de que el abuelo andaba buscando un perro de las mismas características que Tom.

Tom, un pastor alemán, había sido adoptado para hacer una labor: cuidar de la fábrica de maderas donde trabajaba el abuelo. Zacarías, que así se llama el buen hombre, se dedicó hasta su jubilación a la madera: primero en talleres y luego comprando pinares y haciendo una cosa que siempre me dejaba flipado: abrazaba un árbol de la hectárea que había ido a comprar y sabía el número casi exacto de metros cúbicos de madera útil que podía extraer de ese y de otros árboles de alrededor. Siempre lo acompañaba un perito agrónomo que flipaba con la maestría del hombre. Por cierto, el abuelo nunca se ha vanagloriado de eso de "haber aprendido en la Universidad de la vida" y más de una vez y más de dos lo escuché decirle a esos tíos con carrera lo mucho que le hubiera gustado saber hacer lo mismo pero con una cinta métrica y una calculador. Con un título colgado en el salón, vaya.

La fábrica donde trabajaba el abuelo tenía una curiosa característica y era que mis abuelos ocupaban una casa dentro de las propias instalaciones. Pese a que estaba un poco retirada del pueblo lo cierto es que una infancia en una fábrica de madera tiene muchas ventajas como, por ejemplo, una enorme montaña de serrín con la que jugar y un número ingente de maderos, tablones, palos etc. además de un agradable número de clavos, martillos, sierras y un largo etcétera de cosas que te permitían construírte un fuerte o diseñar una choza. Como siempre he sido bastante inutil y harta la familia de que cada dos por tres acabara descalabrado tras intentar construírme una caseta -no se pueden imaginar la angustia de una familia que ve como el único niño de la misma se empeña una y otra vez en convertirse en la víctima de un desplome de maderos sobre su cabeza- mi abuelo decidió construírme un auténtico chozo donde pude, durante años, hacer el aborigen que es una cosa recomendable.

Tom, el primer pastor alemán, era bastante noblote pero estaba marcado por la tragedia: fue atropellado como dos veces y, finalmente, murió por intentar nadar dentro de una especie de piscina que la fábrica tenía para adecentar la madera. El agua de la misma contenía una sustancia química que, simplemente, le hizo las tripas papilla.

El abuelo, derrotado por la pérdida que todos seguimos recordando como una tragedia, encontró a Andy. Y sin preguntar lo trasladó a la fábrica. La abuela, más desconfiada, pronto comenzó a preguntarse como era posible que alguien se deshiciera de un pastor alemán aparentemente sano con esa alegría y desapego. Cuando quiso enterarse (una abuela no es la CIA, por Alá) ya era tarde porque el perro estaba ya instalado en la caseta: Andy estaba chiflado. Sí, clínicamente loco, de hecho si hubiera habido en esa época un psicólogo de esos para animales hubiera diagnosticado que ese bicho estaba completamente majareta.

Al parecer un febril sentido de la protección se apoderaba de cuando en cuando del bicho que de animal inofensivo pasaba a convertirse en el puto guardián de las puertas del Infierno. La ex dueña del perro lo notó un buen día en el que detectó que todo el mundo compraba con normalidad en la tienda pero que, curiosamente, algo les impedía traspasar el umbral de la puerta y marcharse a sus casas. En plan "El ángel exterminador" la gente era capaz de entrar pero no de salir. La culpa la tenia Andy que, apostado en la entrada del comercio enseñaba las fauces, babeaba y ladraba como un poseso a cualquier persona que intentara sacar ni un solo producto de la misma aunque, previamente, hubiera pasado por caja.

Si mi abuelo se pasó media vida guerreando contra el Tom para que mostrara su lado más fiero durante las noches, en las que se empeñaba en dormir o en hacerse el tonto para quedarse dentro de la casa y no tener que salir a hacer la guardia, con Andy se pasó media vida procurando que estuviera atado por el día cuando los obreros entraban en el perímetro de seguridad y el perro, ese mismo día, pensaba que estábamos siendo atacados por una horda de desarrapados y ladrones. Ahora que lo pienso que bien le hubiera venido ese chucho a la familia Romanov cuando aquello del asalto a los Palacios de Invierno...

Por las noches, cuando mi abuelo lo desataba, y nos íbamos a dormir desde la casa podíamos ver como incansablemente el perro se pasaba las horas haciendo una maratoniana ronda girando y girando alrededor de la casa y de la nave de la fábrica, con la boca llena de babas y escuchando de tanto en tanto el sonido de su respiración. De pesadilla. No era difícil que, tras una noche muy movida, Andy nos presentara orgulloso una montaña de culebras, ratas gordas, ratones de campo, erizos, zapatillas viejas (¿De donde cojones las sacaría?) y de otros animales que, incautos ellos, pensaron que podrían vivir agazapados entre nosotros.

El caso es que, aunque la familia siempre le decía al abuelo que tenía que deshacerse del perro, él siempre se negó a hacerlo. Hacía oídos sordos y se justificaba diciendo que con la familia era cariñoso y que nunca se le había ocurrido morder a nadie que viviera dentro de la casa. Así era. Pese a los comentarios de su dueño Andy tenía un extraño modo de jugar a eso de lánzame la pelotita: Un día intenté jugar con él a aquello y a la tercera vez que le lancé la pelota de tenis me la devolvió completamente reventada tirándomela a los pies. Me miró durante un segundo y luego salió corriendo para volver a hacer la ronda. No se me volvió a ocurrir nada parecido.

Entre aquel chalado y el abuelo había una especie de conexión que intenté desentrañar durante años. No era posible que un tipo normalmente cariñoso y afable quisiera como mascota a un bicho violento e impredecible.

Un día el abuelo se puso muy enfermo. Creo recordar que de los riñones.Una especie de infección o algo peor que lo tuvo postrado en la cama durante cinco días. Tumbado en la cama agarrado al cabecero de metal Zacarías se retorcía de dolor. Cada ocho horas recibía la visita del practicante que le ponía una inyección para mitigarle un poco aquella tortura. El puto perro, que nunca aparecía por la casa, de pronto abandonó sus labores de vigilancia y destrucción para, literalmente, apalancarse en el pasillo, justo a la entrada del dormitorio. El torbellino se apagó y Andy simplemente miraba con ojos tristes hacia la cama del abuelo. La abuela Petra intentó echarlo pero fue incapaz porque, aunque le diera con un periódico en las costillas o el hocico, el animal se empeñaba en hacerse un ovillo y quedarse allí. Aprovechando que, de cuando en cuando, bajaba a mear mi abuela cerró la puerta detrás de él. Cuando después de una hora volvió a abrirla se encontró con que Andy se había agazapado y saltó entre sus piernas para volverse a colar y quedarse en lo que pensaba que era su nuevo puesto.

Cada vez que mi abuelo se dolía de algo o se quejaba Andy daba un aullido que te partía el alma. Ni el practicante se libró de la ira del bicho que, cada vez, que se acercaba al abuelo sufría el gruñido del perro, un gruñido amenazante que, no teníamos duda, significaba "si le haces daño te machaco".

Estuvo cinco días sin comer y apenas bebió. Una mañana que el abuelo se quedó dormido lo encontramos discretamente sentado al lado de la cama lamiéndole la mano como si así quisiera transmitirle algo de su energía, otra vez que se quedó profundamente dormido entró como un rayo en la habitación y ladró hasta que el abuelo se despertó y lo mandó a la mierda. Lejos de enfadarse movió el rabo y se volvió a tumbar en el pasillo. Cuando mi abuelo salió de la habitación por su propio pie se levantó a su paso, andó con él un poco, esperó a que le pasara la mano por la cabeza y se volvió a su caseta. Comió como un puto bestia, se hinchó de agua y aquella misma tarde reventó a dos gatos de la fábrica de al lado me imagino que para demostrarse así mismo que estaba todavía en forma.

El demonio disfrutaba de su status, demasiado diría yo, y sus ataques de cólera se hicieron más constantes hasta que un día, simplemente, no nos dejó salir de casa. Se apostó en el portal y nos ladraba a nosotros para evitar que nos enfrentáramos por nosotros mismos a los peligros del exterior. Aquello fue demasiado y el abuelo decidió, por fin, deshacerse del perro. En el proceso de buscarle una casa o un manicomio Andy tuvo tiempo para su última fechoría. Sin saber por qué atacó a un trabajador de la fábrica, Paco, al que le desgarró el hombro de un bocado. Zacarías lo entregó al veterinario con lágrimas en los ojos.

Hace poco hemos vuelto a recordar al dichoso perro. El abuelo, sentado en el sofá de orejas, me contó que siempre tuvo la impresión de que todas esas ganas de agradarlo se debían a que se había criado sin su madre, por alguna razón el abuelo sigue creyendo que el bicho infernal era así porque su dueña le contó que se lo entregaron siendo menos que un cachorro porque la madre había muerto y que, desde entonces, estuvo buscando una familia a la que contentar. Como nadie se había preocupado por enseñarle que se podía ser igualmente querido por hacer cosas buenas Andy se dedicó a cuidar y nada más que a cuidar del modo extraño en el que él percibía que había que hacerlo: creando una especie de perímetro de protección alrededor de los que quieres sin permitir que nadie los traspasara por miedo a que aquella felicidad desapareciera por completo. Daba igual que la felicidad tuviera el precio terrible de tener que pasarse la noche cazando y masacrando bichos, siendo torturado por la idea de que todo lo que conoces podría desaparecer si no estás todo el tiempo protegiéndolo. Recordó la lealtad a prueba de bombas del perro, la forma en la que le lamía las manos y, sobre todo, la forma en la que Andy se comportaba cada vez que el abuelo se sentaba en algún lado a descansar. El perro estaba allí, silencioso, mirándolo, esperando que Zacarías le pasara la mano por la cabeza y se la acariciara un poco, que le permitiera lamerle la mano. Esa mano a la que le faltan dos dedos volados por una bomba perdida: el abuelo, siendo niño, perdió a sus padres y tuvo que abandonar un hogar cómodo y una vida normal de niño para dedicarse a trabajar como un adulto y a guardar el ganado de otros. Un día, pocos meses después de la Guerra Civil, el abuelo se encontraba con otro niño en el campo. Sintió frío y ambos comenzaron a buscar madera para hacer una hoguera. La hicieron, por desgracia, encima de una granada escondida que estalló con el calor provocando el accidente.

El abuelo había vivido la desintegración de su familia: primero los padres, luego parte de los familiares fusilados en la Guerra, la protección de un hermano fugitivo al que buscaban para darle el paseo y la de una hermana.

Es fácil entender porqué se entendían tan bien o, por qué el abuelo creía entender las motivaciones del chucho. Mi abuela más práctica dijo: "Ese bicho estaba loco y ya está". El abuelo la miró y miró a la ventana sonriendo. Luego cambiamos de tema.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Ha sido una entrada preciosa. Iba a comentar hace un par de días, pero quería escribir algo que estuviera a la altura. Y bueno, no se me ocurre nada aún, pero tenía que haber alguien que lo dijera, que nunca viene mal un poco de retroalimentación de esa.

Gracias por tu blog, es la primera vez que comento pero lo llevo leyendo desde hace año y pico ya.

Un abrazo y feliz año!

supersalvajuan dijo...

Los malos hábitos son costumbre.
Grandísima canción planetaria.

Señor Insustancial dijo...

Disculpad que tarde tanto en contestar pero, bueno, las cosas de la vida. Gracias por seguir ahí.

Shake The Paranoia,
Gracias por pasarte por aquí desde hace año y medio y gracias por comentar. Espero no defraudarte más áún.

Supersalvajuan,
Jamás me vuelven a pillar en un renuncio como ese.

Un saludo a ambos

Anónimo dijo...

Lamentable el poco tacto que le das a la historia desde el punto de vista de los perros.
"(...)simplemente le hizo las tripas papilla", que se metiera en esa piscina es más culpa del dueño que del perro.

De vergüenza.

Señor Insustancial dijo...

Hola Anónimo,

Siento no ser tan sensible como tu.

eduardoritos dijo...

Siempre hay un "ecologista" tocando las narices.

Gracias, otra vez, por tus historias. Se me han mojado los ojos, mierda.

Anónimo dijo...

Soy yo... o Avatar es un remake de Pocahontas cambiando tiempo y espacio?