jueves, 20 de junio de 2013

El Final de "Los Soprano"



Fui con mi tío Julio a ver “Perdita Durango”. Era lunes y fuimos a un cine que ahora es un gimnasio. A ambos nos gustó pero, sin duda,  lo que más nos gustó a los dos fue aquel actor gordinflas, de aspecto sudoroso y eterna cara de angustia y mosqueo.

Durante toda la película Woody Dumas intenta desentrañar el retorcido caso de secuestro de dos adolescentes en medio de un terreno completamente hostil, un territorio fronterizo donde se mezclan dos culturas que se oponen la una a la otra para no ser absorbidas y acaban por fundar una entidad propia. Por ese nuevo “país” fundado en varias religiones, tendencias musicales, literaturas, sociedades etc. pululan ricos despistados que quieren pasarse al lado salvaje, pobres como ratas que quieren saltar al otro lado para llenarse los bolsillos de dólares, mafiosos, criminales sexuales, traficantes (de drogas, de armas, de almas, de fetos) y, en medio de todo aquello, solo Woody Dumas intenta poner algo de orden enfrentándose a la locura colectiva como un policía tan estéticamente horrible como profesionalmente eficaz.

Bien podría Alex de la Iglesia  haber introducido en aquella historia a un policía de una sola pieza, ya saben, a un héroe. Haber invocado la idea de que el Mal absoluto solo puede combatirse con el Bien absoluto. Por suerte, el binomio De la Iglesia-Guerricaechevarría, ya había escrito “El Día de la Bestia” y ya nos había mostrado a otro antihéroe, el Padre Berriartúa, que había llegado a la conclusión de que el Mal absoluto solo puede combatirse con sus mismas armas.

La diferencia, esta vez, estribaba en que Ángel Berriartúa era un ser inocente introducido en un ambiento completamente hostil (El del Madrid de la crisis económica-ideológica de la primera mitad de la década de los 90 del siglo pasado) que inicia con torpeza pero con decisión el camino de convertirse en un socio de Satán (quizás en uno de nosotros) y aquí Woody Dumas es un policía metódico que busca la raíz del mal (A Perdita y Romeo) conociéndolo a la perfección y cuyo mayor inconveniente acaba siendo su propia mala suerte –acaso las interferencias de los “hechizos” del propio Romeo Dolorosa- y una cierta dosis de estupidez de las personas que, en teoría, tienen que ayudarle a completar su misión. Berriartúa se ve incapaz de entender el mal pese a que viene a desatarlo para hacerlo desaparecer y Woody Dumas, sin embargo, lo entiende a la perfección y quiere acabar con él pese a que entiende perfectamente que no será capaz. 


Durante las cañas posteriores el Tío Julio y yo intentamos recordar donde habíamos visto a ese actor. Recordábamos haberlo visto en “Amor a quemarropa”,  “Marea Roja” (ambas de Tony Scott) y en “Como Conquistar Hollywood” de Barry Sonnenfeld. En dos de ellas haciendo de matón y en una haciendo de oficial de un submarino nuclear. Todos aquellos papeles, que en su momento nos habían parecido tan intensos, nos parecieron demasiado pequeños para un actor con tanto talento.
Meses más tarde, leyendo “Durango Perdido” (el diario que Carlos Bardem hizo de “Perdita Durango”), me enteré de que James Gandolfini había conseguido esa cara de angustia y de cabreo continuo poniéndose trocitos de piedras en los zapatos. Un truco tan del “Actor´s Studio” como los de Hoffman en “Marathon Man” (correr toda una noche antes del rodaje de las escenas finales de la película para parecer cansado, sucio y aturdido) que con tanta sorna criticó Sir Laurence Olivier (“No sabía que NO eras actor” le espetó el actor inglés al norteamericano cuando este le explicó su técnica) y quizás tanto como los de Juan Diego (que vivió durante unos meses en una casa completamente vacía) para interpretar a San Juan de la Cruz en “La Noche Oscura” o los de Jorge Sanz que, y esto es verídico pese a estar recogido como ficción en su serie “¿Qué fue de Jorge Sanz?”, reconocía “pellizcarse un huevo” metiéndose la mano en el bolsillo del pantalón cada vez que tenía que llorar en una secuencia.

La anécdota, la de las chinas en los zapatos, nos habla muy bien de James Gandolfini como de un actor tan metódico (más allá de ser un “actor del método”) que preparaba a conciencia sus papeles. Unos papeles que le fueron cayendo a cuenta gotas durante toda su carrera y que, excepto en el caso de “Los Soprano”, no le permitió más que brillar como brillante secundario. Una pena, un déficit del “mercado audiovisual” que venimos arrastrando desde hace ya unas cuantas décadas, porque sin duda se hubiera merecido un poco más. Gandolfini ha sido tan grande que todo lo que ha hecho nos parece grande pero, a la vez, un poco pequeño, un poco injusto, muy poco acorde con su talento tan empequeñecido por una cuestión ridícula:  ese “déficit” de papeles grandes para gente que no entra en los cánones estéticos adecuados o de esos papeles grandes que serían adecuados pero que, desgraciadamente, acaban cayendo en manos de un actor que decide engordar o afearse con complicadas técnicas de maquillaje para poder hacer un papel de estas características. Ejemplos claros de este hecho los tenemos en  Charlize Theron haciendo de Eileen Wournos en “Monster” hasta Leonardo  Di Caprio interpretando a J. Edgard Hoover en “Hoover”. Me pregunto si no hay actores y actrices que pudieran haber hecho esos papeles sin tener que pasar por sesiones maratonianas de maquillaje.

Pese a todo, no hay ni un papel de la carrera de James Gandolfini que, simplemente, no haya bordado y no nos haya permitido retenerlo en la memoria por muy pequeño que fuera. Señal inequívoca de que algo estaría haciendo bien.

Fue la HBO y su papel de Tony Soprano por el que será recordado siempre. De 1999 a 2007 dio vida al jefe de una pequeña familia mafiosa de New Jersey que se pone en manos de una psicoanalista para intentar sobrellevar los avatares de una vida complicada en la que ejerce como “cabeza de familia” de dos familias diferentes: la suya, la que ha formado junto a Carmela, y la otra, el clan mafioso que lidera. Si hay algo interesante de la serie creada por David Chase es que nos encontramos ante un personaje que, durante seis temporadas, aparece completamente partido por la mitad, a veces roto en mil pedazos, un mafioso de poca monta violento y brutal que, a veces, parecía un tierno padre de familia, que, en otras muchas, intentaba recuperar el amor de su mujer, que actuaba según un código moral propio retorcido que, en otras tantas, nos parecía que aceptaba pese a odiar y que, otras, defendía a capa y espada.


Tony había intentado escapar de la herencia mafiosa de su familia, de hecho acudió durante un periodo de tiempo muy corto a la universidad y, sin embargo, como Michael Corleone había tenido que regresar. La cara de Gandolfini/Tony viendo como Silvio Dante (Steve Van Zandt) imita al más joven de los Corleone diciendo eso de “Creí que estaba fuera, y me vuelven a meter dentro” entre los aplausos de los otros mafiosos es, posiblemente, uno de los momentos más duros y a la vez tiernos de toda la serie. En definitiva “Los Soprano” no es otra cosa que una lectura más realista que actualizada de “El Padrino”, una obra cruel con sus personajes y con el desarrollo de la trama donde Shakespeare se da la mano con Hammet, pero también con las portadas de los tabloides y, definitivamente, con la realidad. Nadie duda de que “El Padrino” encierra en su subtexto un discurso completamente inmoral, una especie de traición del subconsciente de Coppola que los propios mafiosos americanos (o gente tan dispar como Gil y Gil, amante de la trilogía hasta el punto de instalar un tríptico de la saga en el centro de negocios de Marbella) leyeron a la perfección: “Somos así porque éramos pobres y tuvimos que hacernos ricos saltándonos el sistema porque este no nos daba ninguna oportunidad”.

Frente a la elegancia y al honor que Coppola le supone a los Corleone, no olvidemos que se inicia una guerra contra ellos porque han prohibido a los otros mafiosos traficar con drogas instalándose a ojos del espectador como unos “mafiosos buenos” o “no tan malos”, David Chase se acerca más a la dolorosa realidad de la biografía de gente como John Gotti y, por encima de eso, dibuja a una mafia menor, arrinconada en un territorio pobretón y dominado por las familias de Nueva York que les aprietan las tuercas cada vez más.



En medio de ese territorio hostil y complejo, violento y brutal, Chase dibujó a un personaje normal, a un mafioso normal, nos deja un regalo a modo de moraleja inquietante: El mafioso no tiene más remedio que ser así no porque tenga honor si no porque tiene miedo de que le corten el cuello. Y, por encima de todo eso, ya no puede dar marcha atrás y dedicarse a algo honrado porque no podría pagarse su tren de vida.
Gandolfini creó a un Tony Soprano completamente humano, tan complejo como todos los seres humanos, un personaje dislocado y continuamente dividido entre lo que le dice su cabeza y su corazón que, muy pocas veces, duda de lo que tiene que hacer. Un mafioso metódico que elimina a los que amenazan su reinado o su supervivencia por cuestiones más humanas que instaladas en la leyenda, la tradición o la ficción.


Con su muerte ha llegado el fin definitivo de “Los Soprano” cuyo final abierto no ha hecho otra cosa que alimentar el debate y la leyenda sobre la propia serie. Unos minutos finales que han sido analizados milímetro a milímetro y donde se han dado todas las hipótesis posibles sobre qué es lo que ocurre en ese larguísimo cierre a negro donde se interrumpe la acción y termina de sonar abruptamente “Don´t Stop believing” de Journey. Una canción melosa que habla de una chica de pueblo y de un chico nacido en el sur de Detroit (pobre como una rata si tenemos en cuenta esa obrera localización) que se conocen en un antro. Y luego la cosa se pone poética y todo parece un tanto hostil como la vida misma y luego se nos dice que hay gente que nació para cantar blues, que todo el mundo quiere emoción, que la gente apuesta por ganar y que hay gente que gana y gente que pierde…y también que, pase lo que pase, la “película nunca termina y que la siguen proyectando una y otra vez” y, claro está, que si somos gente de la calle, que pese a ser gente de la calle, esa gente normal que puede ser obrera de la construcción, policía o mafioso no dejemos de creer ni por un instante. Ese es el consejo: “No dejes de creer”. Da igual en qué. Es decir, intencionadamente, la canción tampoco aporta mucha información sobre qué pasa en esos segundos larguísimos en que la pantalla se viene a negro. O quizás sí y todo lo que viene a decirnos David Chase es que la vida de la familia Soprano, de las dos familias Soprano, seguirá su camino y que no dejarán de creer, es decir, que seguirán haciendo las cosas más o menos como hasta ahora, que la serie podría haberse alargado otras 20 temporadas más.



Ahora ya no, claro, las noticias desde aquel final han contenido la posibilidad de hacer una película definitiva sobre la saga e, incluso, una nueva tanda de seis o siete episodios más. Una especie de final heroico. Siempre quise que ocurriera pero también temí porque lo que viniera después fuera mucho peor o acabara por darme un final épico (que se hubiera cargado el discurso de la serie) con un Tony Soprano asesinado o un final tranquilizador donde este se hubiera entregado al Programa de Protección de Testigos para intentar vivir como una persona normal. Eso último hubiera sonado tan convencional como creer que todas las películas tienen que tener una final feliz, hubiera acercado a Tony Soprano al Henry Hill interpretado por Ray Liotta en “Uno de los nuestros” quejándose de vivir en una zona residencial donde creen que los macarrones con kétchup son una comida decente.

La muerte de James Gandolfini ha impedido cualquier posibilidad de que “The Sopranos” vuelve a rodarse pero, sobre todo, lo imprevisible de su desaparición viene a refutar la teoría de Chase, y la de los Journey, de que la vida sigue y que las cosas pasan y de que no podemos hacer nada por evitarlo, que la vida no se acoge nunca a las leyes de la ficción, del guión o de la literatura y que las cosas buenas y malas se entremezclan de una manera sorpresiva y absurda formando una cadena de acontecimientos que, en forma de guión, nadie se atrevería a rodar por parecer completamente ridícula proyectada en una pantalla.

La muerte prematura de este enorme actor ha acabado, de una vez, con todas las teorías sobre qué pasa en ese negro alargadísimo del final de “Los Soprano”. 

Ese negro es nuestro siguiente paso en la vida, un paso que daremos pero que no sabremos hacia donde nos lleva en realidad, porque, en realidad, el único final posible es este final. Este final es el que ha acabado de verdad con “The Sopranos” y, por desgracia, es un final que no ha gustado a nadie, como casi todos los finales tristes. Un final inquietante e inesperado que nos deja, como todos los finales de la vida, empantanados en medio de un montón de dudas. 

miércoles, 12 de junio de 2013

El Gran Timonel


No deja de sorprenderme la sorpresiva admiración que, en todos los foros derechistas y neoliberales, despierta ahora la figura de Mao Tse Tung. Me imagino que la cosa comenzaría cuando Nixon y él hicieron las paces y el presidente norteamericano decidió que ese era el rasgo que, publicitariamente, iba a venderlo como un derechista convencido que, sin embargo, era capaz de dialogar abiertamente con el enemigo y, de paso, darle una lección a los soviéticos. 

Desde la presidencia onerosa de Richard Nixon el capitalismo militante ha ido ganando adeptos y, como la gota que va, poco a poco, haciendo un agujero en la roca no ha dejado de trabajar hasta que nos hemos visto instalados en la situación actual. Las juventudes del Partido Republicano que alzaron a Reagan ya se comportaban como entusiastas y provocativos agentes del "agit prop" maoísta al más puro estilo "Revolución cultural" pero a la inversa y Bush Jr. ha acabado por instalar al ala más radical del Partido Republicano, incluso arañándole votos a los Libertarianos, en puestos de responsabilidad quizás demasiado sensibles de ser ocupados por gente que sigue empeñada en la idea de los escépticos del Congreso Continental (órgano fundacional de los actuales Estados Unidos de América) de que Washington no debería acumular tanto poder y, mucho menos, alterar las leyes del "Libre Intercambio Comercial". Como si de Smith a aquí no hubiera llovido ni una gota. 

Hoy mi padre ha elegido un restaurante chino para comer. Es un restaurante que le gusta. En realidad le gustan mucho los restaurantes orientales, en general, no tanto por la comida -"Una cuestión de combinatoria de arroz con cosas" como afirmaba divertido Sánchez Ferlosio en una charla, de las muchas, que mantiene con él- si no por la  cordialidad, amabilidad y diligencia del personal de sala. "Les gusta tratar muy bien a los viejos" dice mi padre con cierta delectación "ven una barba y dos canas y te tratan mejor". 

-"¿Te gustan los chinos?". 

-"Sí, aunque me parecen raros. Seguro que vosotros los comprendéis mejor. Yo a duras penas entendía muy bien a Mao. El socialismo sí, pero a Mao, no". 

-"¿Por?"

-"No sé, la colectivización esa sin caras. Eso me asusta. La obediencia ciega, también". 

-"Pues ahora los adoran". 

-"Claro, normal. Es el sueño de esta nueva economía: obreros que obedecen, una fuerza de trabajo sin capacidad de reacción, que no sabe si las cosas que hace están bien o están mal pero que trabaja por sueldos míseros y que, además, que cree que coopera con la creación de un futuro mejor. No somos chinos de la Revolución Cultural pero como si lo fuéramos. Nos asustan con todo y cuando las cosas estén mejor nos asustarán diciendo que si nos ponemos muy tontos a lo mejor volvemos a estos días tan malos".

-¿Por eso crees que a Mao lo admiran tanto?

-"Claro, por eso. Por el rollo ese de que puso a trabajar a un país a cambio de nada, a cambio de un ideal de cambio, de mejoría futura. Los chinos le firmaron un cheque en blanco. Derivó intencionadamente todas las decisiones jodidas al pueblo, a los tribunales del pueblo, a sabiendas de que la gente actuaría no por cuestiones políticas o de justicias si no, más bien, para ajustar cuentas con el pasado. Y a nadie se le escapa tampoco que en la República Popular de China los dirigentes han vivido siempre mejor que el pueblo. Que los pobres cargaron con la reforma pero que ha existido una élite que vive a todo trapo y que, encima, ahora no tiene ni que esconderse para hacerlo porque ya no son maoístas, ni comunistas, ni nada. El mayor logro de la revolución fue poner un tazón de arroz en las manos de cada chino, alfabetizar a la población, darles una bicicleta, una casa. La coartada estaba escrita en el Libro Rojo pero, en realidad, el sistema no les dio nada, se lo han currado ellos y no han recibido ni un 1% de todo ese esfuerzo. Por eso no van a admirar a Mao, ni lo van a decir mucho o van a insistir en que esta gente trabaja como mulos, que son muy callados, que se esconden siempre la opinión, que obedecen a pies juntillas. Dicen que es una cuestión cultural, ya, una cuestión cultural que los ha llevado a sustituir a los emperadores por los nuevos dirigentes y a adorarlos en los mismos términos. Nada más".

-"Pues tu dices que te gustan por eso". 

-"No, a mi me gusta porque me tratan bien, con amabilidad, porque no me tiran el plato encima de la mesa y porque me ponen buena cara que es algo que un camarero en este país no suele hacer. Y porque tratan bien a la gente mayor que eso no lo hacemos tampoco aquí. Pero que sean así me pone, a veces, un poco nervioso".  

Mientras mi padre seguía hablando un señor, en la mesa de al lado, se removía incómodo en su silla. Había estado pegando la oreja en toda la conversación y poniendo mohines. 

-"¿Este señor de ahí al lado es concejal del ayuntamiento, verdad?". 

-"Y del PP, claro, y le estoy dando el postre, solo hay que verle la cara. Pero vivo en un país democrático y es mi derecho avergonzarlo. Es el único derecho que me queda como pensionista". y luego ha subido la voz y ha seguido hablando "...Y es que a los chinos no se les ocurriría dejar a los viejos morir de hambre y no como a este gente, ¿entiendes? Por eso me gusta venir aquí porque me olvido de que, después de un montón de años trabajando, hay gente que ha decidido tratarme como un trasto inservible cuando a mi, estos señores, no me han dado nada. Todo me lo he ganado yo".

Mi padre solo ha trabajado como maestro (no le gusta lo de profesor) desde los 21 años que terminó Magisterio. Mi abuelo, su padre, un guardia civil, le pagó la carrera en Pontevedra donde estaba destinado. De ahí lo mandaron a dar clase a Cádiz y allí, bajo el sol de Barbate, conoció la mísera situación de la España franquista ("de la que antes, casi no me había enterado"). Pese a que el sitio le gustaba decidió que había mucha gente que, a lo mejor, también necesitaría su ayuda y se trasladó a Las Hurdes donde estuvo dando clases en un centro de Auxilio Social ("El sol estaba bien, pero aquello era necesario") que compartía sus instalaciones con una especie de asilo para gente pobre y deshauciada médicamente. Tras pasar por muchos avatares se marchó a trabajar a la Costa Brava durante un tiempo y después vino a una escuela madrileña donde impartió clases de EPA (Educación Permanente de Adultos) para que un grupo de chavales de extrarradio consiguieran un Graduado Escolar y pudieran aspirar a tener un trabajo decente en el futuro. La escuela, adscrita a un prestigioso Club de Golf, tenía como alumnos a los caddies del lugar y muchos de ellos han acabado convirtiéndose en profesionales del golf, en empresarios o, por lo menos, en gente honrada. Luego volvió a la escuela pública, a una zona rural, y desde aquellos años hasta la jubilación se ha dedicado a enseñar reduciendo año a año la edad de los alumnos hasta quedar instalado en la enseñanza primaria. "Porque allí me volvieron las ganas de enseñar de nuevo y podía aplicar todos mis conocimientos en lo básico, enseñar a leer, a sumar, a restar, a despertarle a los chiquillos el amor por la naturaleza, por las piedras, por la historia...esas cosas". 

A mi padre le bajan la pensión, como a los padres de todos, después de todos sus esfuerzos, de todos los palos recibidos, este Estado se cree en el derecho de ningunearlos, de negarles la sanidad, de negarles los medicamentos, de tratarlos como rémoras o como sanguijuelas de un sistema que han pagado ellos. Y lo hacen utilizando como pretexto a "El Gran Timonel", paradójicamente, un hombre al que no entenderán nunca. Mi padre lo entiende, dice que poco, yo creo que más que lo que dice. Es la ventaja de haber leído mucho y de haber enseñado a otros a leer. Pobre padre. Mi amado Líder. 

martes, 4 de junio de 2013

El Monstruo



Hace muchos años mi madre tuvo un jefe que era de Bilbao. Un señor muy de Bilbao que se afanaba mucho en parecerlo. Entre las aficiones de este buen hombre se encontraba, sobre todo, la de contar anécdotas sexuales. Las contaba con tanto arte y tanta gracia que, finalizado el relato, ya habías pensado varias veces en comprarte un anillo de pureza y en abrazar la castidad como forma de salvación.

En otras ocasiones, sobre todo en una muy concreta, he tenido que soportar este tipo de relatos que me producen un efecto bastante contrario al del objetivo de su narrador: cuanto más descriptivos se ponen ellos sobre los detalles menos me intereso yo en seguir el hilo del asunto.

Este buen señor tenía a bien contarnos que pasó su adolescencia en un continuo priapismo y que iba junto a otros amigos a un puente de la Ría de Bilbao a mirar como el agua bajaba repleta (el decía repleta) de los condones que las prostitutas del Barrio de las Cortes usaban en el ejercicio laboral. La visión de estos anticonceptivos de goma semihundidos en el agua y mecidos por la corriente de aguas sucias decía este señor que le daba a él y a su cuadrilla para imaginarse como sería eso de tener relaciones sexuales.

El relato, repetido muchas veces, siempre tenía como objetivo recordarnos un chiste que corre por Bilbao desde mediados de los años 50:
-¿Dónde se va a follar?
-A Las Cortes
Ya saben, la gracia rancia.

Ni que decir tiene que este señor de Bilbao nos contó muchas veces también que perdió la virginidad en dicho barrio. Con algún miembro de su cuadrilla. Como no. Y que se refería al lugar como ese sitio donde los hombres huían de la rutina de la vida conyugal con mucho tinte de novela barata, refiriéndose a la prostitución como un “servicio social” y todas esas patrañas.

Hace ya algunos años, creo por el 99, visité Bilbao y un tío mío me recomendó un restaurante que se encontraba situado en el Barrio de las Cortes. Rápidamente recordé las anécdotas de aquel señor de Bilbao tan salaz y me pregunté donde me estaba metiendo. El restaurante, por cierto, resultó ser estupendo (y algo caro) y mantenía su puerta cerrada y sin vistas a la calle. A él solo se podía acceder por medio de rigurosa reserva e, incluso, creo recordar recomendaban dejar el coche en un parking cercano para evitar robos.
El barrio me resultó deprimente. Mucho más que el antiguo chino de Barcelona. Sucio, mal iluminado y rodeado de todas las obras que se estaban llevando a cabo para hacer las reformas alrededor del propio Museo Guggenheim. Prostitutas callejeras, gente ofreciéndote heroína desde los portales con una tranquilidad que hacía años que no veía por Madrid y, en general, un ambiente de pobreza y delincuencia generalizado. Ya dentro del restaurante una de las camareras nos estuvo contando, sin mucho empacho que el barrio se había llenado, además (subrayó mucho el “además”) de “iñakis”.

“Iñakis” era la palabra que, por aquel entonces, los bilbaínos habían adoptado para referirse a todos los vendedores ambulantes de raza negra o árabes porque para llamar la atención de sus potenciales clientes decían un claro: “¡Eh, Iñaki! ¿Compras?”. De ahí, la palabra se había convertido en un genérico para cualquier persona de otra raza, país o confesión religiosa que, evidentemente, viviera en situación de precariedad o exclusión social.

Definitivamente a nadie se le ocurriría llamar “Iñaki”, por ejemplo, a un jeque catarí o a un empresario nigeriano afincado en Bilbao y que viviera en Las Arenas, por ejemplo. Piensen en ustedes mismos siendo recibidos por un profesor de universidad negro en su casa y llamándolo cariñosamente “Iñaki”. Digo cariñosamente. Piensen en todos esos medios tan derechistas y tan excluyentes de la TDT o del papel o del digital  y cuenten las veces en que se refieren a un señor cualquiera como “moro” o “morito” y las veces que, sin embargo, usan estas palabras para referirse a los señores que patrocinan al Real Madrid y al FC Barcelona.



Ni que decir tiene que la noticia truculenta y amarillenta del año están siendo los crímenes cometidos por JuanCarlos Aguilar. Aguilar, que ha tenido cierta presencia mediática en el pasado, regentaba un gimnasio conocido como ZEN4 o como “Océano de tranqulidad”. Él se empeñaba en llamarlo “monasterio” pero, en realidad, impartía clases de artes marciales. Para ser exactos de un arte marcial concreta, la que enseñan los monjes Shao-Lin en China, y que mezcla convenientemente las enseñanzas budistas con las enseñanzas de la defensa personal.

Si Juan Carlos Aguilar, que se rebautizó así mismo con el extraño nombre de Huang C., tuvo algo de eco mediático fue porque fue de los primeros occidentales en completar las enseñanzas de estos monjes y en convertirse en uno de ellos. Algo que él decía pero que los monjes niegan

A partir de ahí, las cosas, en la cabeza de Huang C. parece que han ido por otros caminos bastante alejados de los del Zen.

Sin duda, un señor mitad experto en artes marciales y mitad monje budista (algo que parece que solo estaba en su cabecita) que promulgaba que tenía el secreto para alcanzar la paz interior que resulta ser un criminal (veremos si un “asesino en serie” o un criminal sexual o simplemente un criminal) echa a una noticia una buena dosis de morbo informativo.

Si, además, este asesino se emplea con violencia brutal sobre sus víctimas, aumentamos el porcentaje de atracción de lectores/televidentes/oyentes de la noticia hasta límites insospechados.

Si a eso añadimos que los crímenes se producen en el barrio más deprimido de una ciudad, con la posibilidad de dotar a la narración de todo tipo de adjetivos literarios como “tenebroso”, “oscuro”, “sucio”, “violento” pues estamos ante una noticia que puede hacernos estallar la cabeza.

Si podemos sospechar que los crímenes tienen el grado de “Sexuales” ya estamos ante la noticia del año.

Y, por último, pero no menos importante si el criminal tiene como objeto a prostitutas estamos no ante una noticia si no ante el inicio de una leyenda de la historia “negra” de España.  

Los crímenes de Aguilar, automáticamente, vienen a recordarnos a los de “El Arropiero”, a los de “El Mataviejas”, a los de “El Mesón de El Lobo” y, claro está, a los de Miguel Escalero más conocido como “El mendigo asesino”. Sin más. Ya forman parte de esa tradición.

En el inconsciente colectivo la narración de estos hechos ya forman parte de una leyenda, de un cuento truculento, porque tiene todos los ingredientes folclóricos para ello. Mi opinión personal es que el folclore y la leyenda truculenta acaban por matar la verdad y alejarnos mucho, incluso muchísimo, de la verdad de los hechos o, por lo menos, de las motivaciones de los mismos. Bueno, la verdad de los hechos está ahí (alguien ha matado a alguien) y las motivaciones de los mismos están en la cabeza, averiada o no, del propio asesino que, en su momento, los habrá transmitido a la Ertzainza y los explicará en el juicio.

A lo que me refiero es que el folclore acaba con el escenario y las razones que propician estos brutales asesinatos, eliminan de un plumazo la base de los mismos.

Mi opinión personal es que las leyendas son en el fondo “tranquilizadoras”. Son cuentos con moraleja que nos advierten de no caminar por lugares poco transitados, que nos advierten de que nos alejemos de la gente que podría hacer daño pero, también, identifican al “monstruo” que vive entre nosotros. Una vez identificado al “monstruo”, al “lobo” o al “depredador”, podemos quedarnos mucho más tranquilos y seguir con nuestras vidas.

Identificado el asesino podemos respirar aliviados y, lo que es mejor, sabiendo que solo mata prostitutas pues mucho mejor. En el fondo, reside en la cuestión, otra conseja moral: cuidado con hacerse prostituta que te pueden acabar matando.

Este dardo tranquilizante nos aleja de ir más allá en la cuestión algo desasosegante que Alan Moore ofrecía como teórica explicación de los asesinatos de Jack “El Destripador”. Aquellas prostitutas no habían muerto a manos de un asesino sin identificar, si no que habían muerto a manos de toda la sociedad victoriana. Es decir, la sociedad victoriana había puesto las bases para que se creara una situación de desigualdad tan brutal que permitía que cualquier fantoche armado con un maletín de médico y vestido con una capa se paseara por los barrios más pobres de Londres asesinando a mujeres sin que nadie pudiera atraparlo o, por lo menos, sin que nadie hiciera el más mínimo esfuerzo por atraparlo. Jack, como Huang, fue dejando pistas, en realidad sus crímenes fueron menos fríos, menos meticulosos y, por lo que apostilla Moore, tuvo que dejar muchas pistas de sus crímenes y, sin embargo, nadie lo atrapó. No es que fuera más listo que Scotland Yard como nos dice la leyenda es que nadie mostró mucho interés por detenerlo.

Si desasistimos a los crímenes de Bilbao de toda la literatura implícita seguramente llegaremos a la conclusión de que las bases de los mismos han sido establecidas por todos nosotros y que vivimos en una sociedad donde un chiflado puede pasear tranquilamente por un barrio de extracción social muy pobre sin que nadie lo detenga hasta que él comete “el error” de golpear a una prostituta en plena calle e intentar rematarla dentro de su propio gimnasio.

Si le echamos un vistazo a su “modus operandi” y a las declaraciones de algunos vecinos del barrio llegaremos a la conclusión de que se conocía su carácter violento, de que muchos clubes le habían prohibido la entrada porque “no se comportaba bien” y, sobre todo, que nadie denunció este hecho. Sin duda un monstruo de estas características tiene mucha más facilidad para desenvolverse en un terreno donde la ley no hace acto de presencia que en un barrio de clase media donde rápidamente hubiera sido detectado, denunciado y puesto a disposición judicial antes, incluso, de haber cometido cualquiera de los crímenes.

El hecho de que la Ertzaintza esté buscando otros restos y que se afane ahora en mirar las listas de desaparecidos para indagar sobre si Aguilar cometió otros crímenes que han pasado desapercibidos creo que apuntala bastante bien lo que mantengo.

Que un asesino elija prostitutas como víctimas tiene más que ver con saber que son un blanco fácil, que nadie se va a mover más de lo necesario que con un crimen solamente sexual.

O un crimen de género.

Estos días se viene hablando de que el crimen o los crímenes de Aguilar son “machistas”. Bien, no diré que el machismo no sea una cosa cutre y pasada de moda que se manifiesta, en muchos casos, en formas violentas. El avance histórico de la cultura occidental ha ido limando las actitudes patriarcales y ha identificado como malos algunos usos y costumbres del pasado. Me parece bien. Cualquier persona con dos dedos de frente está en contra de la desigualdad de la mujer frente al hombre y, más allá de eso, no hay ninguna teoría sobre la superioridad que se sostenga desde aspectos científicos formales. Tampoco desde ningún otro aspecto. En general “la tradición” (los chicos a un lado, las chicas a otro) no se sustenta nada más que sobre el terreno siempre inestable de “la creencia”. Una creencia aprendida desde la religión (desde cualquier religión cuyo apostolado sea masculino) o desde la tradición social, filosófica o de cualquier corriente de pensamiento excluyente.

Pese a todo, jugar la carta dialéctica de “crimen machista” no hace más que esconder o que “tranquilizar” o que, usemos un término moderno, “invisibilizar” otras cuestiones a las que me refería en esta entrada. En cierto modo tiene también su dosis de argumento que nos excluye como parte propiciadora de la exclusión social o de la invisibilización de esta y nos engloba en el bando de los buenos ciudadanos. Sin más.

Me resulta sorprendente que se hayan alzado voces comentando que no está bien referirse a la víctima como “prostituta”, identificando su raza y su nacionalidad. Poco han comentado los defensores de esta tesis que hay otra víctima más que es de nacionalidad colombiana. Al parecer eso es menos interesante. 

Hoy, vía twitter, recibía entusiásticos comentarios hacia este texto de la edición de “Gara” en la que, efectivamente, no se refieren de ningún modo al hecho de que Ada, la víctima que permanece en coma, es prostituta pero sí deja caer en la narración que “se buscaba la vida donde las otras chicas”, además de comentar su nacionalidad, por cierto.

¿Qué tiene de malo identificar la realidad? Creo que los defensores de estas formas de uso “correcto/incorrecto” de la lengua suelen tender a identificar siempre al peor receptor posible de la noticia, es decir, a uno –sin identificar, a una especie de fenotipo, a un personaje más que a una persona concreta- que al leer “prostituta nigeriana” entenderá a la perfección que las motivaciones de Aguilar fueron completamente lícitas o, más allá de eso, que en la redacción de la noticia se incurre en dejar caer subrepticiamente que la víctima se merecía todo lo que le ocurrió.

Tendemos, o se tiende, a caer en la absurda baza del “precrimen”, de introducirnos en la cabecita del redactor y también en la del potencial lector para llegar a la conclusión de que se incurre, de manera “involuntaria” que es lo más gracioso, en contar los hechos desde una perspectiva machista.

Solo diré que, pese a los comentarios entusiastas de algunos tuiteros, el hecho de que un redactor se refiera a una mujer como “una joven agradable y simpática” también parece un acto de paternalismo de lo más estúpido y que estos rasgos parecen puestos ahí para marcar que también hay prostitutas que son “viejas desagradables y antipáticas”.  Me temo que en todos sitios cuecen habas y que, a veces, intentando humanizar a una víctima, algo que es innecesario desde un punto de vista informativo ya que se sobreentiende que cualquier lector con dos dedos de frente comprenderá la situación social y económica de la misma y también que era una persona inocente y por supuesto amable, corremos el riesgo de incurrir en cursiladas bochornosas que en nada ayudan a comprender los hechos y que vuelven a alejarnos del “quid” de la cuestión.

Podemos seguir jugando a todo esto, a alejarnos de la base de los hechos, más que nada porque dentro de una semana nada de esto nos importará demasiado. Los crímenes de Juan Carlos Aguilar quedarán para siempre como una leyenda, como un cuento con moraleja tétrica. Como bien decía Moore al final de “From Hell” la historia volverá a repetirse una y otra vez sin que hagamos nada por remediarlo. En realidad optaremos por esto porque desde las perspectivas más conservadoras ya hay una buena batería de justificaciones para evitar este tipo de hechos y desde las teóricamente más contemporáneas y avanzadas también hemos creado todo tipo de sistemas defensivos de nuestra propia integridad como personas que nos dicen que somos buenos ciudadanos, que jamás caeremos en horribles crímenes, que no le levantaremos la mano a una mujer, que ni se nos ocurrirá usar términos que puedan molestar  a nadie o que le resulten vejatorios.

Mientras tanto, soterradamente, en forma de gracieta seguiremos usando lo de “iñakis” para referirnos a los negros, nos alejaremos de los barrios pobres y haremos con que no están ahí, seguiremos cambiándonos de acera cuando identifiquemos a una prostituta haciendo la calle, sobre todo si tiene pinta de que tiene síndrome de abstinencia pero lo haremos completamente indignados, completamente convencidos de que todo es injustísimo, de que no hay democracia, de que solo hay paz para los malvados pero convencidos de que no tenemos nada que ver con estos asuntos, que no nos tocan, nuestras hijas estudian, nuestros hijos serán hombres de provecho que no olerán la pobreza, que no caerán en manos de un tarado.

Cuando queramos un chute de realidad podemos pagárnoslo, ya sabes, un paseíto por el "Wild Side", una ruta infernal por Las Cortes, por el Chino, por las 3000 que viene bien, conciencia mucho y luego de vuelta a la realidad, a protestar y a indignarse un montón. Y luego a olvidarse.


Es normal, los monstruos siempre son otros y tenemos argumentos suficientes para llegar a esa conclusión. De “izquierdas” y de “derechas”. Lo importante es dormir bien y sentirnos muy limpitos al arrullo de nuestras convicciones.