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No hay nada mejor en este mundo que desayunar un par de botellas de Protos y una selección de bollería importada, en Barbate a las 11 de la mañana después de un extenuante viaje de más de 14 horas que te ha llevado de Madrid a Puerto Lápice, para tener que volver a Madrid a cenar y recoger a un rezagado y enfilar de camino a Barbate donde te espera tu casera provisional con un montón de preguntas y las llaves del apartamento.
En honor a aquella mujer bautizamos aquél lugar como Hotel Rosario. El año pasado fuimos un poco menos cariñosos y decidimos que el lugar donde nos había tocado dormir era Abu Graib. Las camas de Abu Ghraib estaban repletas de los peluches más siniestros que se pueden ver en cualquier feria. Destacaba sobre toda aquella fealdad la de un mono despelujado y bizco que fue retratado en todas las posturas obscenas posibles, incluso, con una bolsa en la cabeza. Con alguien teníamos que pagar que los vecinos de abajo frieran sardinas a todas horas y escucharan a Andy&Lucas a toda hostia.
El Hotel Rosario era, en comparación, un paraíso equipado con una azotea de 100 metros cuadrados que nos ofrecía una inmejorable vista del impresionante skyline barbateño (atardeceres en rojo cervecita en mano) y un chill-out mañanero donde comentar la jugada antes de ir a dormir. Fue el último verano que anduve zascandileando con los sospechosos habituales. Fue un verano de huídas: Brasil-Madrid-Coria-Madrid-Barbate-Zahara-Chiclana-Madrid-Barcelona-Castelldefells-Madrid-Coria-Rosalejo-Mérida-Valencia-Barcelona-Madrid-Londres…
Cuando uno sólo atiende al capricho de una brújula desnortada huye, no viaja. Cuando no encuentras acomodo en ningún sitio y dos segundos antes de entrar por la puerta de casa quieres salir corriendo otra vez es que te has convertido en un fugado y no en un turista. Me lo dijo Jordi en la etapa catalana de mi viaje: “Vas buscando algo pero ni tú lo sabes”.
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No me di cuenta de que desconectaba o me ausentaba de las conversaciones que tuvieran algo que ver con el futuro, que abría otra botella de Protos (una caja entera que cayó) o me presentaba voluntario para acercarme a la nevera a por cerveza en cuanto alguien sugería un tema que tuviera que solucionarse en septiembre.
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Seguí viajando todo ese verano, sólo y sin itinerario fijo. Vaciando maletas y rellenando ausencias, dejando tras de mí la estela de polvo de un Correcaminos paranóico que cree estar siendo perseguido eternamente por el Coyote, seguramente inexistente. Llegaba a los sitios y me sentía como Barton Fink, arrastrando un raro equipaje que me negaba a abandonar o a abrir por miedo a que tuviera demasiadas respuestas o demasiadas preguntas o qur fuera algo que simplemente no iba a poder resistir. Viví más de un mes de paso, alojándome en casa de otros buenos amigos a los que abandonaba al poco para irme a cualquier hotel donde podía meterme en esas sábanas cómodas que no huelen a nada, que no tienen recuerdos, donde dejas la habitación por la mañana y a tu regreso todo está intacto, impoluto y la vida puede volver a comenzar sin acordarte de qué narices hiciste la noche anterior. Donde nadie se interesaba por lo que arrastraba conmigo.
Una noche me encontré con una absoluta desconocida que me dijo que también estaba huyendo. Nos intercambiamos las cámaras digitales para ver nuestros itinerarios y sentí la necesidad imperiosa de volver a casa. Hice la maleta de nuevo y regresé sin decir nada. Descubrí que las casas y las vidas de las que los ocupan no son como las de los hoteles y sus inquilinos, que todo estaba tan descuidado como cuando lo dejé. Simplemente me puse a limpiar y a deshacer, por fin, el equipaje.
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El Hotel Rosario es el Hotel California por el que pulularán siempre los fantasmas de mi pandilla entonando a media voz la dichosa canción de Ruibal y los atunes, de aquellos con los que una vez compartí choza y lanza, de la tribu, de los hermanos, de la Secta, de la tripulación de la Cocreta, de los primeros en llegar y los últimos en irse, de los Marines del Bar, de la Cofradía de La Vaquilla, de los chorros y los tangueros, de la lírica que espanta a las mujeres, de las discusiones River-Boca y del eterno dilema de saber qué coño lleva la gente dentro de su maleta.