lunes, 4 de noviembre de 2013

Autores y Transmisores: Algunas cosas sobre el plagio, Shakespeare, El Quijote, los Románticos, Chiquito y el "Spaghetti Western"





Durante un tiempo estuvo circulando por la red una historieta en la que un abogado de derechos de autor le pedía a Shakespeare cuentas sobre los continuos plagios que había detectado en su obra.  La base es completamente cierta: Shakespeare no fue un autor original al 100%. Tampoco lo fueron otros autores de teatro como Lope o Calderón.

La moraleja del asunto, muy aplaudida y difundida, es el viejo “Nada nuevo bajo el Sol” pero aplicado a la actualidad, también un más peligroso “Si Shakespeare hubiera tenido que pagar derechos de autor por esas obras no hubiéramos disfrutado de Shakespeare porque no podría haber hecho frente a los pagos de uso de los textos originales” y, claro está, una defensa de la “copia doméstica” y la “difusión gratuita de la cultura” donde se entremezcla la mala conciencia (en definitiva todos hemos convenido en que no pagar por algo que no nos pertenece es robar, por mucho que para llevar a cabo dicho acto delictivo no sea necesario el uso de la violencia ni contra las cosas, ni contra las personas)  y un erróneo discurso basado en que sin estos métodos se vería detenido el flujo cultural, se interrumpiría “la tradición” y, por tanto, la transmisión se vería detenía y, con ello, volveríamos a las cavernas. Todo un poco trágico. Todo un poco apocalíptico.

El problema, como siempre, reside en esa idea instalada de modo general que insiste en que solo puede observarse, estudiarse, analizarse y criticarse la Historia Universal a través de los usos de la moral y las costumbres actuales.

Esa historieta tiene una base muy cierta (Shakespeare “plagió”…también muchos otros) pero lo hizo por cuestiones muy precisas: no existía la conciencia de “plagio” puesto que no existían ni el concepto actual de “autor” ni tampoco el de “originalidad”. Por lo menos no en los términos en los que se vienen usando desde que el Romanticismo cambiara para siempre esos términos.

El escritor se sentía solamente parte de una tradición literaria previamente acotada por el mencionado “NADA NUEVO BAJO EL SOL”. De hecho estaba convencido que todos los grandes temas, que todas las formas de narrar ya habían sido inventadas por los autores de la Grecia clásica. Sin más. Lo único que se podía hacer, por tanto, era volver una y otra vez a ellos, imitarlos (el concepto de “imitatio”…algo farragoso) e intentar imitarlos con la mayor gracia posible. El objetivo del autor era renovar aquellos textos y adaptarlos a su época. Sin más. El hecho de que las decisiones sobre la moral, sobre lo que era bueno y no, recayeran en la Iglesia (católica o protestante en sus diversas modalidades) ayudaba también bastante a que el escritor –que no autor pues tenía una autoría relativa según nuestra propia visión- no se saliera del camino prescrito. Si se salía, si se ponía tonto o reivindicativo, siempre le podía pasar como al autor del “Lazarillo de Tormes” que vio su obra perseguida y publicada sin su nombre. Primero por lo que decía, es una crítica frontal y dolorosa a la sociedad de su época, y por otro porque podría considerarse a este libro como una de las primeras obras “originales” de su tiempo si tenemos en cuenta la estructura que usa como base narrativa.

El historietista de esta tira cómica se hubiera visto en problemas para llevar a cabo su razonamiento si, por ejemplo, hubiera usado a Cervantes y a “El Quijote” como base para su trabajo. El Cervantes que escribió “El Quijote” también fue un autor muy original. Completamente original pues inventó, posiblemente sin saberlo, la mayoría de los recursos narrativos que se utilizan actualmente. Si, para hacer la obra comprensible, se nos ha contado siempre (y esto también con cierto desdén un tanto doloroso) que Cervantes no hizo más que parodiar el género de la “novela de caballería” lo cierto es que en el extenso texto pueden encontrarse otras chuflas cervantinas sobre la poesía pastoril, el teatro o, incluso, varias coñas con respecto a muchos de los manuales sobre usos y buenas costumbres que habían de observar los caballeros y, también, a los manuales sobre como combatir con espada. Sin duda también a otras tradiciones de las otras dos confesiones religiosas persistentes (pese a la persecución eclesiástica y gubernamental) como eran la árabe y la judía.

Todo eso es “El Quijote” y no es muy “original” –puesto que no era del todo suyo…Cervantes como autor teatral y lírico también metió sus sablazos a los autores clásicos porque era como se esperaba que actuara un escritor- porque lo que es “original” de Cervantes es, más bien, su modo de disponer todas las piezas, de estructurarlas y de ofrecérnoslas como algo nuevo e, insisto, “original”.

Ese esfuerzo autoral, la construcción de toda una maquinaria narrativa por parte de un autor, no se le reconoció en su época. No fue lo que llamó más la atención de “El Quijote”. Nadie, tras leerlo, pensó un “cáspita, esto no lo había leído yo así en mi puta vida. Este hombre es un genio” o si lo pensó no nos lo hizo saber. De hecho, sus contemporáneos, siempre le achacaron a Cervantes que hubiera perdido el tiempo en escribir una obra tan extensa y, a la vez, tan carente de cosas buenas. Y cuando esa gente decía “cosas buenas” se refería a que, por aquellos tiempos, todo lo que no incluyera alimento para el espíritu y no prosiguiera la línea de loar y transmitir todo lo que se consideraba justo y bueno era más bien tomado como simple entretenimiento y, por tanto, de poco peso.

La idea general sería algo así como: “Bueno, está de puta madre, pero solo vale para echarse unas risas”.
¿Se identifican ustedes con esa frase? ¿No recuerdan haberla dicho nunca para referirse a una película cómica, a una obra de teatro o a una novela del mismo género? Yo creo que alguna vez sí.


Cervantes, pues así lo dice en el prólogo y así lo dejan caer sutilmente algunos de sus personajes, sí es consciente de que ha escrito una obra muy compleja para su época, incluso que lo que le “ha salido” es algo que puede confundir a los lectores pero no parece alardear de ello en ningún momento pues también cree, como todos nosotros, que la comedia es un género menor. De hecho lo escribe porque anda mal de dinero, como siempre, y necesita un libro que le haga ganarse el favor de algún mecenas y le abra las puertas de la nueva corte de Felipe III. Piensa en una obra que le pueda llamar la atención, en una obra que le pueda gustar a un rey joven y fiestero que, por aquel entonces, tiene revolucionado al reino pues ha convertido la pacata corte de su padre Felipe II en un “fiestódromo” al más puro estilo portugués o italiano. Por eso escribe una comedia. Vale que se echa unas risas diciendo que hay mucho escritor teatral y poeta al que se le ha ido la olla y que cada vez todo resulta más elevado e incomprensible pero, en realidad, a la hora de dedicarle el libro al VI Duque de Béjar, hombre de confianza del Rey que él confía que se convierta en su valedor y mecenas, ya le avisa de que el libro que le ofrece no es muy allá con estas palabras:   “(…) está desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia y erudición del que suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hombres que saben (…)”.

A Cervantes parece que “El Quijote” le sabe a poco. Que le hubiera gustado que sus obras anteriores, más serias, le hubieran dado más fama y más dinero.

El objetivo de Cervantes, en lo que a ventas se refiere, fue cumplido pues la obra le dio muchísima fama en la época. Tanto es así que en 1614, nueve o diez años después de su publicación, alguien tiene a bien sacar a la luz un  “Segundo tomo de las andanzas del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras”., obra firmada por alguien que decía ser el Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda.

El autor no aparece por ninguna parte porque, en realidad, es el seudónimo de Cristobal Suárez de Figueroa un autor muy conocido y famoso en su época pero, cuya obra, no ha resistido el paso del tiempo y, en la actualidad, no aparece en las listas de escritores que consideramos importantes. Seguramente porque Suárez de Figueroa fue un autor que no “inventó” nada, que simplemente fue un contemporáneo que siguió los pasos marcados por los gustos de la época en la que le tocó vivir y que pensó que “El Quijote” era todo un dislate.
Por la Biblioteca Nacional debe de andar todavía un pliego de cordel donde se recomiendan una serie de obras que el “buen caballero debía leer” y otras tantas que no donde se recomiendan un montón de volúmenes que ahora consideramos menores o, incluso, ni siquiera han llegado a conservarse y, sin embargo, se dice que ni “El Lazarillo”, ni “El Quijote”, son obras a tener en cuenta. Ya saben, los tiempos cambian.
La cosa sentó muy mal a Cervantes que, pese a que parece que nunca lo tuvo previsto (hay una diferencia entre un volumen y otro de unos 10 años) publicó al poco tiempo la verdadera “Segunda Parte del ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha” donde se quejaba, con buena pluma y mucha ironía, de que hubiera gente que se hubiera tomado mal el éxito de su primer trabajo y, sobre todo, se defendía de las acusaciones de falta de calidad de su primer Quijote. En el trasfondo de dicho enfrentamiento también late una cuestión de dinero: El “Quijote de Avellaneda” tuvo mucho éxito en su época y a Cervantes le molestó que alguien sacara dinero a su costa.  

En la España actual una cosa como esta hubiera terminado en los tribunales: Primero porque incurre en un plagio al no reconocer la autoría de Cervantes sobre los personajes que ha utilizado y, segundo, aunque eso ya sería cogérsela con papel de fumar, porque se pone sobre papel una burla descarada contra el autor, un ataque personal, y no contra la obra.

Por poner un ejemplo actual: no hablo de que Wes Craven, autor de “Scream”, denuncie a los Hermanos Wayans por “Scary movie” si no de Gregorio Sánchez Fernández demandando a Florentino Fernández y Pepe Navarro por lucrarse con la creación de unos personajes (los habitantes de Chiquitistán conocidos como Lucas Grijander  y Krispín Jander Klander…Chiquitita lo interpretaba Maribel Ripoll) basados en otro personaje creado por él llamado “Chiquito de la Calzada” dejándole al juez la papeleta de decidir si el que se subía al escenario a contar chistes era el propio Gregorio Sánchez Fernández bajo el seudónimo de “Chiquito de la Calzada” o “Chiquito de la Calzada” era, en realidad, un personaje creado e interpretado por Gregorio Sánchez Fernández, cantaor y humorista malagueño.  





Si Cervantes no llevó a los tribunales al autor del “Quijote de Avellaneda” fue, específicamente, porque ni el plagio era considerado un delito, ni ya digo, se observaba a la creación artística más que como una imitación y no como algo de lo que el autor fuera dueño.

Durante los siglos venideros “El Quijote” nunca fue considerado una gran obra de la literatura. Pese a ello su fama no se agotó pero no fue muy digno de mención. Esta catalogación de “obra menor” culminó abruptamente con los románticos europeos que cambiaron el concepto literario para siempre.

¿Cómo?

Échale la culpa al cambio de conciencia producido por la Revolución francesa primero y por las revoluciones burguesas después. El mundo cambió así como su concepción del individuo y los seres humanos comenzaron a cuestionarse el orden de las cosas. La moral se aflojó o, por lo menos, la dirección moral impuesta dejo de tener sentido al mismo tiempo que filósofos y escritores comenzaron a trabajar en la idea de que, a lo mejor, los que imponían esa dirección moral carecían por completo de moral y, por tanto, no eran los más indicados para salvaguardarnos de nada. Afloraron otras ideas sobre el individuo y, de pronto, comenzamos a pensar en que cada hombre y cada mujer e, incluso, cada país, podían tener una idea diferente pero aceptable para hacer las cosas.

Eso tardó poco tiempo en saltar al arte. De pronto los románticos decidieron que el autor tenía que tener también voz propia, que podía hablar de lo que quisiera y desde el punto de vista que quisiera, que ya no había diferencia.

Así nació un nuevo concepto de “originalidad”, que es el que usamos todavía, en el que el autor tenía que ser, por narices, diferente a los demás o, por lo menos, ofrecer una visión diferente de las cosas.

El escritor ya no era solamente un transmisor si no un “creador”, un “autor” y, como tal, tenía que ceñirse a ese nuevo concepto de lo “original”. Tenía que ser novedoso e interesante. No había más narices.
Con una nueva concepción sobre el autor y un nuevo concepto de originalidad todas las obras tenían, por tanto, que diferenciarse las unas de las otras y así fue como plagiar y copiar fueron convirtiéndose en cosas cada vez peor vistas y, definitivamente, delictivas. Sin más.

Ese cambio de conciencia descubrió la dimensión gigantesca de la obra de Cervantes por haber sido la primera, la original, la que lo petaba, a la hora de mezclar géneros y puntos de vista, de estar estructurada de la manera en la que lo está, de dar voces a unos personajes y a otros en los momentos en los que lo hace. 

En general se reconoció a Cervantes como el “inventor”/”creador” de un universo nuevo que en nada tenía que ver con lo visto hasta entonces.

En los años venideros la lucha por la erradicación del analfabetismo, el acercamiento de la cultura a las masas y un abaratamiento de los costes en la producción cultural fueron aumentando el número de voces y, por tanto, también, fue más difícil ser un autor genuinamente original. En la actualidad, paradójicamente, volvemos a insistir (como el autor de esa historieta) en dar la producción cultural como cerrada por completo y, por tanto, obligamos a la gente a que comprenda que ser original ya no es un valor porque es imposible ser original ya que nuestra herencia cultural es tan grande y diversa que hemos agotado todas las posibilidades de inventar cosas nuevas.

Estoy un poco en contra de esas afirmaciones taxativas y de esos sermones laicos interesados sobre esta cuestión. La creación siempre será posible y la originalidad también. Seguramente no en las temáticas pero sí en la forma de hacer las cosas, de narrarlas.

Es imposible escapar de las influencias, de los “basados en”, pero esto es normal en tanto en cuanto pertenecemos a una tradición que, a la vez, nos enseña los pasos para nuevas formas de creación. Hay que huir en sentido contrario o defenderse con una pistola de la gente que dice “no tengo influencias” porque, sobradamente, sabemos que es mentira, que la tradición es aprendizaje y que, cuanto más amplio sea este aprendizaje, más rico será nuestro arsenal creativo. La inspiración, la dichosa inspiración, también proviene de ahí. Es simple de entender y no hay que negarla, es más, hay que reconocerla. Sergio Leone, inventor de el “Spaghetti Western” (una relectura, un subgénero, alimentado por la necesidad, la geografía y los departamentos de producción antes incluso que por trasladar una “visión nueva” al propio western) decía de sí mismo: “Reconozco que soy el padre de muchos hijos de puta”. Una frase que podía interpretarse igual para reconocerse como inventor de un género nuevo y también como el colaborador necesario para que otros hubieran envilecido el western clásico o, también pensemos en estos términos, como el reconocimiento de que el “Spaghetti western” tenía más padres-creadores-autores además de los directores y guionistas norteamericanos.

Pese a todo a Leone no se le ocurrió rodar “La Diligencia” sin avisar de que, en realidad, la idea original no era suya o intentó pasar un guión de otra persona por un guión propio que es de lo que se trata el plagio.
Desasistir al autor de la autoría, de los derechos intelectuales sobre sus invenciones, justificándolo con argumentos torticeros es, en realidad, abrirle las puertas a que haya gente que se nutra del trabajo de otra gente y nos llevaría, por ejemplo, a eliminar las oficinas de patentes en tanto en cuanto las invenciones en el campo industrial también deberían de ser desasistidas de cualquier derecho intelectual, de cualquier autoría. 

Es evidente que la invención de una válvula de plástico para hacer funcionar un corazón enfermo es muchísimo más importante (¡Salva vidas, maldita sea!) que sacarse del magín una novela (¡Solo sirve para entretener!) pero en términos de esfuerzo intelectual supone, a veces, las mismas horas de trabajo. En realidad escribir, pintar, tallar o rodar una película también son actividades que pertenecen a un aprendizaje, son trabajos donde existe la profesionalización y, aunque tienen su parte de inspiración (ahí está el detalle, la diferencia entre unos autores y otros), pueden reproducirse. Es decir, se pueden aprender las técnicas para llevarse a cabo. Defiéndanse a palos de esos autores que dicen que lo suyo es todo inspiración y que el trabajo solo es una parte del asunto. Mienten como bellacos de forma interesada, quieren hacerse pasar por seres especiales y esperan desalentarlos con sus palabras recordándoles que ustedes no lo son. Menudos caraduras. Recordemos a Picasso y su “Si llega la inspiración que me coja trabajando”.

A efectos prácticos legales, en realidad, pasando por encima la importancia o trasdendencia de las cosas (algo que se dirime en la condena y no en el veredicto) no hay mucha diferencia entre que un empresario de reactores para aviones use un modelo copiado a otra empresa y un escritor que copia de arriba abajo la novela de otro autor. Más que nada porque ambos reconocen así su incapacidad para producir algo bueno por sí mismos y, sobre todo, esperan ganar dinero con ello.


Por eso hay una diferencia enorme, que creo que haya podido explicar en el texto, entre lo que es coger cosas de una tradición, de acudir a otros autores que admiramos y con los que aprendemos, y directamente plagiar o fusilar que es una cosa más bien fea. Un delito si con ello pretendemos dinero y una estupidez ególatra si lo único que queremos es apropiarnos de algo que no es nuestro para darnos pisto. A mi, como a mucha otra gente, en el transcurso de mi vida profesional me han plagiado algunas cosas. Siempre me he sentido mal. Sobre todo cuando descubres que otro ha ganado dinero  a tu costa. Reconozco que mi enfado ha sido mayor cuando me he enterado de que la cifra recibida por copiar y pegar algo mío (en tanto en cuanto no existía antes de que se me ocurriera ponerlo en un papel) fue alta (en una ocasión, nada más) pero que la sensación de mierda era la misma que, cuando en el colegio, alguien intentaba pasar una redacción que acababa de copiar de un libro como suya o cuando una vez no tuve tiempo para terminar una tarjeta de felicitación de “El Día de la Madre” y tuve a bien escribir una que había leído por ahí. Me declaro culpable de aquello. Durante todo el tiempo que la felicitación de cartulina estuvo a la vista no podía pasar por su lado sin que se me pusieran la cara como si me acabara de quedar dormido sobre una placa vitrocerámica. Me declaro culpable también de no reconocer aquello hasta hoy mismo y eso que han pasado como 30 años. Era joven y necesitaba el reconocimiento de mi madre, eso es lo único que me justifica.