jueves, 31 de diciembre de 2009

Último post del año con Paul Simon



He encontrado por casualidad este vídeo del Barrio Sesamo estadounidense y, no se por qué, me parece una de las mejores cosas que he visto este año. Y no lo digo por el pelazo de Paul Simon, que madre de Thor, si no por que nos recuerda que hubo un tiempo en el que la televisión generalista y pública (Barrio Sésamo siempre se ha emitido por la cadena pública PBS) tenía hueco para programas infantiles que, además, no trataban a los niños como idiotas. No creo que, actualmente, a ningún director de ninguna cadena se le ocurriera que era algo normal poner a un cantante como Paul Simon en un plató a tocar una guitarra para unos niños, es mas, me imagino que cientos de estúpidas asociaciones de telespectadores protestarían por la letra por no ser adecuada o por parecerle escandalosa.

¿No vivimos en un mundo donde la reedición de Barrio Sésamo se vende en su país de origen con una etiqueta que reza "Para mayores de 18 años" por pensar que algunos contenidos pueden herir sensibilidades?

Por otro lado me resulta igualmente increíble la forma en la que Simon le cede el protagonismo a la chiquilla que es, por cierto, una fiera en lo que ha improvisación se refiere. Pienso que para el 2010 me gustaría criar la pachorra y la paz de espíritu del pequeño músico americano.

Además la canción es una de mis preferidas de todos los tiempos lo que me hace plantearme la calidad de la música que se escucha por televisión...¿wiki wiki? ¿Quién hostias es Pitbull y por qué canta con Paulina Rubio?

Que lo pasen bien y que no se les atragante la barra libre. Si, por un casual, tienen ustedes una disputa familiar por un quítame allá esas tierras durante la cena piensen en Paul Simon. Eso siempre ayuda.




miércoles, 30 de diciembre de 2009

El perro loco y el abuelo




Yo hoy quería hablar del perro Andy. Andy era un pastor alemán que mi abuelo recogió de casa de una señora. La señora, dueña de una tienda de alimentación, se había enterado de que el abuelo andaba buscando un perro de las mismas características que Tom.

Tom, un pastor alemán, había sido adoptado para hacer una labor: cuidar de la fábrica de maderas donde trabajaba el abuelo. Zacarías, que así se llama el buen hombre, se dedicó hasta su jubilación a la madera: primero en talleres y luego comprando pinares y haciendo una cosa que siempre me dejaba flipado: abrazaba un árbol de la hectárea que había ido a comprar y sabía el número casi exacto de metros cúbicos de madera útil que podía extraer de ese y de otros árboles de alrededor. Siempre lo acompañaba un perito agrónomo que flipaba con la maestría del hombre. Por cierto, el abuelo nunca se ha vanagloriado de eso de "haber aprendido en la Universidad de la vida" y más de una vez y más de dos lo escuché decirle a esos tíos con carrera lo mucho que le hubiera gustado saber hacer lo mismo pero con una cinta métrica y una calculador. Con un título colgado en el salón, vaya.

La fábrica donde trabajaba el abuelo tenía una curiosa característica y era que mis abuelos ocupaban una casa dentro de las propias instalaciones. Pese a que estaba un poco retirada del pueblo lo cierto es que una infancia en una fábrica de madera tiene muchas ventajas como, por ejemplo, una enorme montaña de serrín con la que jugar y un número ingente de maderos, tablones, palos etc. además de un agradable número de clavos, martillos, sierras y un largo etcétera de cosas que te permitían construírte un fuerte o diseñar una choza. Como siempre he sido bastante inutil y harta la familia de que cada dos por tres acabara descalabrado tras intentar construírme una caseta -no se pueden imaginar la angustia de una familia que ve como el único niño de la misma se empeña una y otra vez en convertirse en la víctima de un desplome de maderos sobre su cabeza- mi abuelo decidió construírme un auténtico chozo donde pude, durante años, hacer el aborigen que es una cosa recomendable.

Tom, el primer pastor alemán, era bastante noblote pero estaba marcado por la tragedia: fue atropellado como dos veces y, finalmente, murió por intentar nadar dentro de una especie de piscina que la fábrica tenía para adecentar la madera. El agua de la misma contenía una sustancia química que, simplemente, le hizo las tripas papilla.

El abuelo, derrotado por la pérdida que todos seguimos recordando como una tragedia, encontró a Andy. Y sin preguntar lo trasladó a la fábrica. La abuela, más desconfiada, pronto comenzó a preguntarse como era posible que alguien se deshiciera de un pastor alemán aparentemente sano con esa alegría y desapego. Cuando quiso enterarse (una abuela no es la CIA, por Alá) ya era tarde porque el perro estaba ya instalado en la caseta: Andy estaba chiflado. Sí, clínicamente loco, de hecho si hubiera habido en esa época un psicólogo de esos para animales hubiera diagnosticado que ese bicho estaba completamente majareta.

Al parecer un febril sentido de la protección se apoderaba de cuando en cuando del bicho que de animal inofensivo pasaba a convertirse en el puto guardián de las puertas del Infierno. La ex dueña del perro lo notó un buen día en el que detectó que todo el mundo compraba con normalidad en la tienda pero que, curiosamente, algo les impedía traspasar el umbral de la puerta y marcharse a sus casas. En plan "El ángel exterminador" la gente era capaz de entrar pero no de salir. La culpa la tenia Andy que, apostado en la entrada del comercio enseñaba las fauces, babeaba y ladraba como un poseso a cualquier persona que intentara sacar ni un solo producto de la misma aunque, previamente, hubiera pasado por caja.

Si mi abuelo se pasó media vida guerreando contra el Tom para que mostrara su lado más fiero durante las noches, en las que se empeñaba en dormir o en hacerse el tonto para quedarse dentro de la casa y no tener que salir a hacer la guardia, con Andy se pasó media vida procurando que estuviera atado por el día cuando los obreros entraban en el perímetro de seguridad y el perro, ese mismo día, pensaba que estábamos siendo atacados por una horda de desarrapados y ladrones. Ahora que lo pienso que bien le hubiera venido ese chucho a la familia Romanov cuando aquello del asalto a los Palacios de Invierno...

Por las noches, cuando mi abuelo lo desataba, y nos íbamos a dormir desde la casa podíamos ver como incansablemente el perro se pasaba las horas haciendo una maratoniana ronda girando y girando alrededor de la casa y de la nave de la fábrica, con la boca llena de babas y escuchando de tanto en tanto el sonido de su respiración. De pesadilla. No era difícil que, tras una noche muy movida, Andy nos presentara orgulloso una montaña de culebras, ratas gordas, ratones de campo, erizos, zapatillas viejas (¿De donde cojones las sacaría?) y de otros animales que, incautos ellos, pensaron que podrían vivir agazapados entre nosotros.

El caso es que, aunque la familia siempre le decía al abuelo que tenía que deshacerse del perro, él siempre se negó a hacerlo. Hacía oídos sordos y se justificaba diciendo que con la familia era cariñoso y que nunca se le había ocurrido morder a nadie que viviera dentro de la casa. Así era. Pese a los comentarios de su dueño Andy tenía un extraño modo de jugar a eso de lánzame la pelotita: Un día intenté jugar con él a aquello y a la tercera vez que le lancé la pelota de tenis me la devolvió completamente reventada tirándomela a los pies. Me miró durante un segundo y luego salió corriendo para volver a hacer la ronda. No se me volvió a ocurrir nada parecido.

Entre aquel chalado y el abuelo había una especie de conexión que intenté desentrañar durante años. No era posible que un tipo normalmente cariñoso y afable quisiera como mascota a un bicho violento e impredecible.

Un día el abuelo se puso muy enfermo. Creo recordar que de los riñones.Una especie de infección o algo peor que lo tuvo postrado en la cama durante cinco días. Tumbado en la cama agarrado al cabecero de metal Zacarías se retorcía de dolor. Cada ocho horas recibía la visita del practicante que le ponía una inyección para mitigarle un poco aquella tortura. El puto perro, que nunca aparecía por la casa, de pronto abandonó sus labores de vigilancia y destrucción para, literalmente, apalancarse en el pasillo, justo a la entrada del dormitorio. El torbellino se apagó y Andy simplemente miraba con ojos tristes hacia la cama del abuelo. La abuela Petra intentó echarlo pero fue incapaz porque, aunque le diera con un periódico en las costillas o el hocico, el animal se empeñaba en hacerse un ovillo y quedarse allí. Aprovechando que, de cuando en cuando, bajaba a mear mi abuela cerró la puerta detrás de él. Cuando después de una hora volvió a abrirla se encontró con que Andy se había agazapado y saltó entre sus piernas para volverse a colar y quedarse en lo que pensaba que era su nuevo puesto.

Cada vez que mi abuelo se dolía de algo o se quejaba Andy daba un aullido que te partía el alma. Ni el practicante se libró de la ira del bicho que, cada vez, que se acercaba al abuelo sufría el gruñido del perro, un gruñido amenazante que, no teníamos duda, significaba "si le haces daño te machaco".

Estuvo cinco días sin comer y apenas bebió. Una mañana que el abuelo se quedó dormido lo encontramos discretamente sentado al lado de la cama lamiéndole la mano como si así quisiera transmitirle algo de su energía, otra vez que se quedó profundamente dormido entró como un rayo en la habitación y ladró hasta que el abuelo se despertó y lo mandó a la mierda. Lejos de enfadarse movió el rabo y se volvió a tumbar en el pasillo. Cuando mi abuelo salió de la habitación por su propio pie se levantó a su paso, andó con él un poco, esperó a que le pasara la mano por la cabeza y se volvió a su caseta. Comió como un puto bestia, se hinchó de agua y aquella misma tarde reventó a dos gatos de la fábrica de al lado me imagino que para demostrarse así mismo que estaba todavía en forma.

El demonio disfrutaba de su status, demasiado diría yo, y sus ataques de cólera se hicieron más constantes hasta que un día, simplemente, no nos dejó salir de casa. Se apostó en el portal y nos ladraba a nosotros para evitar que nos enfrentáramos por nosotros mismos a los peligros del exterior. Aquello fue demasiado y el abuelo decidió, por fin, deshacerse del perro. En el proceso de buscarle una casa o un manicomio Andy tuvo tiempo para su última fechoría. Sin saber por qué atacó a un trabajador de la fábrica, Paco, al que le desgarró el hombro de un bocado. Zacarías lo entregó al veterinario con lágrimas en los ojos.

Hace poco hemos vuelto a recordar al dichoso perro. El abuelo, sentado en el sofá de orejas, me contó que siempre tuvo la impresión de que todas esas ganas de agradarlo se debían a que se había criado sin su madre, por alguna razón el abuelo sigue creyendo que el bicho infernal era así porque su dueña le contó que se lo entregaron siendo menos que un cachorro porque la madre había muerto y que, desde entonces, estuvo buscando una familia a la que contentar. Como nadie se había preocupado por enseñarle que se podía ser igualmente querido por hacer cosas buenas Andy se dedicó a cuidar y nada más que a cuidar del modo extraño en el que él percibía que había que hacerlo: creando una especie de perímetro de protección alrededor de los que quieres sin permitir que nadie los traspasara por miedo a que aquella felicidad desapareciera por completo. Daba igual que la felicidad tuviera el precio terrible de tener que pasarse la noche cazando y masacrando bichos, siendo torturado por la idea de que todo lo que conoces podría desaparecer si no estás todo el tiempo protegiéndolo. Recordó la lealtad a prueba de bombas del perro, la forma en la que le lamía las manos y, sobre todo, la forma en la que Andy se comportaba cada vez que el abuelo se sentaba en algún lado a descansar. El perro estaba allí, silencioso, mirándolo, esperando que Zacarías le pasara la mano por la cabeza y se la acariciara un poco, que le permitiera lamerle la mano. Esa mano a la que le faltan dos dedos volados por una bomba perdida: el abuelo, siendo niño, perdió a sus padres y tuvo que abandonar un hogar cómodo y una vida normal de niño para dedicarse a trabajar como un adulto y a guardar el ganado de otros. Un día, pocos meses después de la Guerra Civil, el abuelo se encontraba con otro niño en el campo. Sintió frío y ambos comenzaron a buscar madera para hacer una hoguera. La hicieron, por desgracia, encima de una granada escondida que estalló con el calor provocando el accidente.

El abuelo había vivido la desintegración de su familia: primero los padres, luego parte de los familiares fusilados en la Guerra, la protección de un hermano fugitivo al que buscaban para darle el paseo y la de una hermana.

Es fácil entender porqué se entendían tan bien o, por qué el abuelo creía entender las motivaciones del chucho. Mi abuela más práctica dijo: "Ese bicho estaba loco y ya está". El abuelo la miró y miró a la ventana sonriendo. Luego cambiamos de tema.

domingo, 27 de diciembre de 2009

¡QUE ES NAVIDAD! (Como si fuera algo bueno)




"¿Tengo pinta de tener un plan?
Sólo soy un perro que corre detrás de los coches...si atrapara a uno no sabría que hacer con él"
(Joker en El Caballero Oscuro)

Me uno al coro de personas que no le gustan las navidades. Yo, encima, tengo más delito porque he intentado por todos los medios que me gusten. Siempre está bien ponerse en el curriculum alguna rareza absurda como que te gustan las navidades. Lo siento, no puedo con ellas. Desde pequeño las asocio con la tristeza, nada tiene que ver que un año, por estas fechas, mi padre y yo tuviéramos un paradójico accidente de coche: chocamos contra un automóvil de una autoescuela conducido por un profesor de la misma que se había despistado en una rotonda cercana a mi colegio. Acababa de recoger las notas y mi padre me había ido a recoger antes de tiempo para que pudiéramos irnos al pueblo sin pillar caravana. Paradoja.

Aquel incidente no hizo nada por arrancarme el poco espíritu navideño que siempre he arrastrado. Más que nada me colocó en una precisa posición filosófica que he abandonado en algunos momentos de mi vida: Kubrick debería de haber sustituído el monolito de las narices por una máquina tragaperras gigante.

Todos los días tiramos de la palanca de esa tragaperras y, la mayoría de las cosas que nos pasan, simplemente ocurren porque has tenido suerte y te han salido tres cerezas o has tenido mala suerte y no has rascado bola.

Miren si no a toda esa gente que le toca la lotería, la alegría de sus caras, la cantidad de cava barato que se tira al suelo celebrando un dinero que, joder, siempre resulta que va a tapar agujeros. A toda la gente que dice que usará ese dinero para "tapar agujeros" lo mejor hubiera sido que les hubiera tocado un tapón de corcho o un alcornoque entero para que pudieran sacar de la corteza unos cuantos dichosos tapones. Respetaría mucho más a un tipo/tipa que dijera "me voy a hacer un traje de oro" o "voy a contratar a la banda municipal para que me acompañe hasta el banco", incluso algo así como "voy a gastarme este dinero en ser un poco feliz y en olvidarme de que un cabrón me estafó para que me comprara una casa con una hipoteca que no voy a poder pagar ni aunque viva esta vida y tres mas".

¿Parezco ya Mister Scrooge? ¿Digo ya eso de "paparruchas"?. No. No le voy a quitar el puesto a nuestro Grinch patrio. Me refiero a García Ferrán que ha dejado sin navidades a unas cuantas almas en pena. Me imagino que este año en su mesa no faltará un poco de langosta carísima que se ha podido comprar gracias a que no compró ni un solo billete para volar en su desaparecida compañía. Se llamaba Air Comet y, al parecer, era de poco fiar.

El caso es que no les quería amargar el turrón, ya digo, soy de la gente que se ha esforzado porque las navidades le sienten bien aunque uno sepa que las navidades son turrón de coco. Sí, joder, turrón de coco, esa cosa blanca que se queda en todas las bandejas y que nadie se come pero que se sigue comprando por tradición y porque, me imagino, queda bien que todas las visitas sepan que en tu casa "en estas fechas tan señaladas" se derrocha en comprar una parida que nadie se va a querer comer. Si no hay turrón de coco es como si se rompiera la escala cromática. Al menos esa será la justificación que tengan en las casas de los diseñadores para comprar semejante aborto.

Pero, de verdad, he intentado que me gusten las navidades. Ya saben, hago todo lo que me dicen: acudo a las cenas familiares, pongo buena cara, como lo que me ponen y trasiego Codorniu/Freixenet y del de marca blanca como si fuera una prostituta intentando que suba la cuenta de los clientes de la barra americana. Es más no paro de trasegar hasta que no veo que el último paje de los Reyes Magos ha cerrado la puerta de casa. En algo hay que entretenerse cuando uno no le sale el espíritu navideño y la religiosidad se le ha quedado corta para acudir a misas del gallo, misas en contra de Zapatero, belenes vivientes...de hecho un año intenté comprarme un abrigo de visón para que me dejaran asistir a una de esas mesas petitorias que se montan las señoras de alcurnia. Ni por esas. Compré panderetas y zambombas y las toqué hasta que me abrí las muñecas y la marabunta de vecinos llamó a la puerta de mi casa armada con polvorones del año pasado y antorchas. Ni siquiera eso hizo efecto.

Lo que no he hecho nunca ha sido comprarme un simpático gorro de Papa Noel o una de esas ingeniosas diademas decoradas con unos cuernos de reno. No he tenido huevos para salir así a la calle en mi vida y eso que he salido a la calle llevando guardapolvos, uno horrible con hombreras que me empeñé en comprarme en los años 80 cuando intenté ser "new romantic" durante una semana...parecía E.T. vestido con gabardina. Lo mío es un drama. Lo biológico y lo otro, lo de que no me gusten las navidades.

Y el caso es que no me afecta el consumismo, ni el garrafón con el que nos regalan en todas las barras libres, ni los abrazos, ni las comidas de empresa, ni esa falsísima fraternidad que nos invade y que intenta zanjar cada pelea a puñetazos con un "¡Hombreeeeee, que es navidad!". Pues por eso, justamente por eso es por lo que la gente se lía a puñetazos.

No es que quiera ir de auténtico, de super natural, de postmoderno, de nada de nada...es que a mi estas fiestas me sumen en una modorra tremenda, en una tristeza profunda y en un "madrecita de mi vida que me quede como estoy y que el año que viene podamos seguir viendo a todos estos memos vestidos de Papa Noel y comprando arrrrrtiiiiculos de coña y no se nos lleve un ERE". Y es que la gente es así, pero yo no, qué le voy a hacer. Ya me gustaría a mi meterme en la masa y rebozarme con esos sprays de nieve tóxica, ponerme tangas rojos en Nochevieja y zampar mantecados de La Estepa a dos carrillos, como si no hubiera mañana, hasta que las arterias se me atascaran. Felices los que cantan desgañitándose eso de "Ande, ande, ande, la marimorena" y lo de "He comido pavo todas las vecinas me tocan el..." y tal. De ellos es el Reino de los Cielos, las tiendas del Xanadú y, me imagino, la cuesta de enero.

Pues lo dicho, que me congratula felicitarles en estas fechas tan señaladas, en las que las familias se reúnen alrededor del hogar, somos mejores con los ancianos, magnánimos con los niños, felices de celebrar una tradición simpar en el mundo entero y otro montón de tópicos más. Si son tan amables despiertenme allá por agosto porque benditos los osos que pueden hibernar.

martes, 15 de diciembre de 2009

La frase para la historia de...Richi Vicente.

Richi me escribe la siguiente frase: "Ahora tenemos que cuidar de los demás al estilo Tarantino, apuntándonos los unos a los otros para que nadie salga herido o muerto". Me ha parecido tan buena que no he tenido más remedio que colgarla aquí. También dejo la última canción que ha colgado en internet (vía Nixon) y que se titula San Fernando.



Es una canción alegre y triste que, no se por qué, me recuerda a mi primo Nacho cantando "El Jinete" de José Alfredo Jiménez mientras me sujetaba el hombro con una mano y con la otra agarraba un vaso de plástico mientras "cantinfleaba" el estribillo.

Es una canción que me arrastra hasta un punto indeterminado en el que se que, momentaneamente, fui feliz.

domingo, 13 de diciembre de 2009

El no siempre bien apreciado cómico Chevy Chase


Como muchos otros genios del humor Chevy Chase tuvo una infancia dura: su madre y su padrastro le zurraban de lo lindo. Chase contó en el programa de Letterman que su madre le pegaba todos los días cinco bofetadas a las cinco en punto de la tarde y que su padrastro lo tuvo encerrado una semana en el sótano cuando fue expulsado del instituto al intentar defenderse de un matón que lo tenía martirizado.

"Hacía el payaso para que me aceptaran en el Instituto". Cuenta Chase en su biografía oficial, la muy recomendable "I´m Chevy Chase...ad you´re not" (Rena Fruchter), además de otras lindezas como que la situación en su casa era tan mala (pese a que no se puede decir que fuera un chico de la calle) que consiguió desarrollarse como persona cuando su madre decidió meterlo en el Bards School, un internado.

Para seguir alejado de su familia Chase decidió inscribirse en la Universidad Pública de NY, pese a que podía pagarse una privada, y comenzar allí una nueva vida. No le fue mal, al poco tiempo coincidió con Christopher Guest que andaba buscando gente para organizar una banda de música. La experiencia fue corta pero Chevy siempre le agradeció a Guest que le diera una perspectiva de lo que podía hacer en el futuro: era un cómico bastante malo pero, al menos, los pequeños sketches cómicos que ambos improvisaban entre canción y canción, así como las imitaciones que hacían de músicos famosos, le acercaron a las tablas.

La escena teatral de los años 70 estaba un poco influenciada por la situación general del cine: lo alternativo molaba y una nueva generación de humoristas y guionistas afloraba aquí y allá montando pequeños espectáculos que, de pronto, se convertían en grandes éxitos. De pronto, como sostienen muchos actores de la época, los locos se hicieron momentaneamente con el control del manicomio.

Sólo así se explica que Chase, un primerizo, y el propio Guest (entre otros) estrenaran una pequeña obra llamada Channel One donde todos los números cómicos eran "emitidos" a través de seis televisores puestos en la escena. La obra tuvo tal éxito que rápidamente Chase encontró un nuevo reto, el que le ofreció la gente de National Lampoon.


National Lampoon, que provenía de la revista satírica universitaria Harvard Lampoon, fue fundada en 1970 y era una especie de MAD para jovenzuelos chiflados aunque le debía a la publicación primigenia su línea, su sátira y sobre todo su capacidad humorística. NL se convirtió rápidamente en la referencia de la extensa comunidad universitaria norteamericana y contó en su redacción con gente como John Hughes, Frank Frazetta, Boris Vallejo, Chris Miller y un largo etcétera de escritores y cómicos.

Como el negocio iba muy bien National Lampoon pronto traspasó el mundo editorial para expandirse hacia la radio, la televisión y el teatro.

Una de sus primeras incursiones en ese último campo fue montar Lemmings, una obra satírica sobre la cultura musical de los años 60 y que contó en su reparto con John Belushi, Christoper Guest y el propio Chevy Chase. Lemmings fue un éxito tan brutal que estuvo de gira más de un año por todo USA.

A la vuelta de la giera Chase abandonó la obra de teatro para largarse a Los Ángeles donde comenzó a escribir para diversos programas de éxito. ¿La razón? El dinero, claro está, y una difícil relación con su compañero de escenario: John Belushi.

El caso es que Chase comenzó una exitosa carrera como guionista y, de cuando en cuando, se permitía el lujo de hacer algún pequeño número en los programas donde trabajaba pero no mucho más. Una noche fue con su novia a ver la película "Los caballeros de la Tabla cuadrada y sus locos seguidores" (Terry Jones/Terry Gilliam, 1975) y la cola era tan larga que comenzó a hacer el idiota. Genio de la comedia física estuvo haciendo números para deleite de la cola que comenzó a partirse de risa...en dicha cola se encontraban Lorne Michaels y Rob Reiner. Ambos estaban, en ese mismo instante desarrollando el proyecto de Saturday Night Live para la NBC y se encontraban en Los Ángeles buscando gente para el reparto original. Michaels le preguntó a Reiner que quién coño era ese tipo y Reiner, amigo de Guest, le dijo que sabía que era un guionista que había actuado en Lemmings.

Se acercaron a él y le comentaron lo que estaban haciendo en la ciudad. Quedaron para el día siguiente en el Chateu Marmont Hotel donde estaban  haciendo una especie de casting. Paradójicamente ese sería el hotel donde el 5 de marzo de 1981 encontrarían muerto por sobredosis de speedball a John Belushi.

Chevy Chase, que no se consideraba así mismo un actor, dice que estuvo desastroso en la prueba y que le extrañó que, pese a sus malas sensaciones Lorne Michaels y Rob Reiner decidieran contratarlo. Es más, pese a que él mismo era un porrero declarado y ya había comenzado un primer flirteo con las drogas duras, el ambiente le pareció poco serio. El caso es que se marchó a casa con la sensación de que ambos eran unos chiflados que, de algún modo absurdo, le estaban levantando el dinero a la NBC y se estaban dando unas vacaciones a su costa. No aceptó el trabajo y se embarcó en una gira teatral. Durante todo el verano estuvo sufriendo cada vez que subía al escenario, dice que estuvo mal, flojo, que no encajaba así que, echando el resto y sin nada que perder (había perdido su trabajo en la tele por el teatro y no tenía nada donde agarrarse excepto las giras de stand up que odiaba) volvió a llamar a Lorne Michaels y le preguntó si el trabajo estaba disponible. Le dijo que sí.

Chase volvió a su NY natal a lo grande con un puesto de guionista principal de SNL y como una de las estrellas de su reparto que se había alimentado, básicamente, del grupo de teatro de Chicago Second City y de National Lampoon. Gilda Radner, Dan Aykroyd, Garrett Morrison, Larraine Newman...y John Belushi estaban en ese reparto junto a otros cómicos.


El programa sale al aire en octubre de 1975 y se produce una especie de convulsión nacional, los autodenominados "cómicos no aptos para una gran audiencia" se convirtieron en una sensación nacional. Fue en aquella primera temporada en la que se acuñó que el comienzo del programa fuera siempre un sketch que terminara con alguien diciendo aquello de "live from New York...it´s Saturday night!" (En directo desde Nueva York...¡Es sábado por la noche!) y la única sección fija: Weekend update. Una especie de noticiero en clave de farsa satírica. Chase se reservó los primeros comienzos del programa y también dicho noticiario donde hizo famosa la frase: "Hola soy Chevy Chase...¡y usted no lo es!".

Si les suena dicha frase es porque Emilio Aragón la utilizó en nuestro país en los años 80 en su programa "Ni en vivo ni en directo" que no fue más que su primer intento por traer Saturday Night Live a nuestro país. El resto, como ya saben, es historia.


El protagonismo de Chevy Chase, que acaparaba portadas y fama, no gustaba mucho al resto del equipo de actores. Belushi fue el más hostil hacia Chase y comenzó una especie de guerra particular con él, una lucha de poder enorme y de desgaste que Chase, más quebradizo, no pudo ganar. Belushi era un tipo carismático que contaba con el apoyo de todo el elenco mientras que la vida de Chase comenzaba a circunscribirse a la compañía de Lorne Michaels. Pese a todo Chase era el favorito del público era carismático para las grandes audiencias y representaba, un poco, al ideal de "buen chico norteamericano" además, para la década de los 70, era incluso considerado un tipo atractivo. Todo lo contrario de Belushi que arrastraba a la masa gamberra y, en cierto modo, marcaba ya el paso y la dirección de lo que sería SNL y que, en realidad, estaba bastante alejado de ser un entretenimiento para toda la familia. La competencia fue brutal entre ambos que, a su manera, se empeñaron en ser mejor que el otro.

La situación se hizo irrespirable para el programa que arrancó su segunda temporada con muy mal ambiente. Chase abandonó tras seis emisiones (aunque hizo cameos en tres episodios de aquella temporada) y todos los esfuerzos de Lorne Michael por mantenerlo fueron imposibles. En cierto modo era normal ya que la línea dura impuesta por Belushi, y que ha sido un acierto, se iba imponiendo cada vez más algo que a Chase (que siempre ha preferido un humor más blando) no le interesaba tanto. Algo palpable en su decisión de no participar en "Desmadre a la americana" (John Landis, 1978), una sátira chiflada de películas como "American Graffiti" (1973, George Lucas), en la que John Belushi aceptó el papel que lo lanzaría a la fama mundial, el del alcohólico outsider John "Bluto" Blutarsky.  

Chase, ya muy famoso, se volvía a Los Ángeles para casarse con su novia, Jacqueline Carlin, e iniciar una carrera como actor. Lo hizo en Foul Play (1978, Colin Higgins) una comedia romántica junto a Goldie Hawn que fue un éxito discreto (aunque con el tiempo este tipo de comedias se hicieron bastante populares). Mientras tanto a Chase le dio tiempo para colaborar como guionista en el especial de Paul Simon (producido y co-escrito por Lorne Michaels) que se haría con un Emmy -el segundo de la carrera de Chase- y para, literalmente, empaparse en alcohol y drogas que, cuenta, le servían para matar la frustración que sentía en su relación con Jackie Carlin.


Su siguiente película, Oh, heavenly dog! (1980, Joe Camp) también supuso otro enorme fracaso. Pero ese año se resarció participando en "El Club de los chiflados" (1980, Harold Ramis) una pequeña película cómica de presupuesto medio que recaudó cerca de cien millones de dólares pero que ha sido una de las más rentables de la historia ya que, casi automáticamente, se convirtió en una obra de culto.

Al año siguiente fallece John Belushi y Chase tiene un ataque de ira. Un cabreo fenomenal. Acude al entierro en shock y asegura en su biografía que se pasó los cinco años siguientes sin poder llorar.

En la década siguiente Chase alterna películas para el olvido con clásicos del humor ochentero como la saga "Las locas vacaciones de una familia americana" (1983, Harold Ramis) en la que encarna al padre de la familia Griswold que luego tendría su fantástica secuela en "Las locas vacaciones europeas de una familia americana" (1985, Amy Heckerling) y dos continuaciones en navidades  (1989) y en Las Vegas (1997) francamente olvidables y en películas como "Deal of the century" (1983, William Friedkin),  "Fletch" (1985, Michael Ritchie) que se hizo para que desarrollara todas sus capacidades actorales y que tuvo una horrible secuela llamada "Fletch revive" (1989, Michael Ritchie), "Espías como nosotros" (1985, John Landis) y "Los tres amigos" (1986, John Landis). Luego su declive culminaría con "Memorias de un hombre invisible" (1992, John Carpenter). Una película que debería de haber sido un pelotazo de taquilla, la vuelta de Chase a las grandes audiencias -incluso se contrató a la entonces super estrella Daryl Hannah- pero también la de John Carpenter, un director que seguía empeñado en quedarse en la serie B y que demostraba que no estaba llamado a hacer obras para grandes audiencias.


Su carrera cinematográfica no volvió a arrancar. En 1993, necesitado de un empujón de fama, decidió aceptar la oferta de la FOX para presentar su propio late show llamado "The Chevy Chase Show". La idea del actor era hacer una especie de SNL diario, algo chiflado que atrajera a sus viejos amigos hacia el plató, algo de buena música, diálogos inteligentes. En realidad ni siquiera creía necesario eso de sentarse detrás de una mesa para entrevistar a las estrellas que se acercaran al plató y pensaba en introducirlas en sketches y cosas parecidas. Todas muy buenas ideas que la FOX fue despedazando una a una por una sencilla razón: habían pagado una pasta a Chevy Chase para competir con Leno y Letterman y pensaban que podría hacerlo comportándose como un presentador normal. El asunto terminó en desastre. Después de 14 programas FOX decidió cancelar el programa y lo hizo en una fecha estupenda: antes de la fiesta por el 60 cumpleaños del actor.

Semi retirado y arrastrando todavía problemas de alcohol, aunque había sustituído la adicción a la cocaína por la adicción a los calmantes, se vuelve a Nueva York a vivir e ingresa en la clínica Betty Ford de donde sale completamente limpio.

Desde entonces solo acepta papeles que le permitan tener vida familiar. Hace apariciones pequeñas y cameos y se permite de vez en cuando ir al plató del 30 de la Quinta Avenida para hacer un cameo en SNL y echar unas risas con Lorne Michaels.


Su status de semiretiro lo convierte en la chanza de la comedia norteamericana y su mejor amigo, Steve Martin, dice en público que va a rodar una secuela de "Los tres amigos" por el simple placer de ver como Chevy Chase sale de su granja en silla de ruedas...de no salir dice que contratará a Nathan Lane para hacer su papel. Además de él otros se prodigan en las mismas bromas y mismos comentarios sobre su alargado retiro y la falta de suerte del cómico al que algunos compañeros de profesión tildan, de coña, como de maldito.

Pero nadie dijo que no quisiera volver y después de hacer un pequeño papel en la serie "Chuck" ha querido quedarse de nuevo en la televisión. Hace un papel secundario en "Community" la nueva serie de la NBC (su casa) que gira en torno a la vida de un High School llamado Greendale y que tiene fama de atraer hacia sí a todos los perdedores que quiera cursar estudios en varios cientos de kilómetros a la redonda. Ni que decir tiene que su alma mater, Bard School, no era más que eso. Dicen que borda el papel de pasado profesor empachado de experiencias new age en los años 60 y que ha vuelto a recuperar la magia perdida. Habrá que echarle un vistazo porque, lo único que es cierto, es que él es Chevy Chase y nosotros, ni de coña, lo somos.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El rocambolesco viaje


Estos días me acuerdo mucho de Bartolomé Rubia. Bartolomé Rubia, conocido como Bartolín, es un ciudadano de La Carolina (Jaén) que en 1998 ostentaba el honorable cargo de Concejal de Juventud y Deportes de su localidad.

Bartolomé entró en política por una cuestión de convicciones, parece ser que es muy de derechas, pero también por cosas que tiene que ver con la lealtad: es ahijado del alcalde de la localidad llamado Ramón Palacios, un franquista de toda la vida renacido como demócrata tras el bautismo laico de la Transición, que lo ha protegido y tratado como a un hijo ya que su padre, el de Bartolín, es el chofer y hombre de confianza del alcalde.

El caso es que ese mismo año, justamente un 28 de mayo, Bartolomé sufrió una de esas experiencias por las que uno no querría pasar jamás: fue secuestrado por ETA.

En las primeras horas del cautiverio su partido inició una enorme campaña mediática para hacer saber a la población del hecho, que parecía calcado del que acabó en el asesinato de Miguel Ángel Blanco en julio de 2007, y Javier Arenas primero y Carlos Iturgáiz después comparecieron ante los medios avisando de que era muy posible de que nuestra democracia tendría que enfrentarse a la muerte de un "nuevo Miguel Ángel Blanco andaluz" y a la aparición de una Ermua, esta vez, localizada en el sur de España.

El dispositivo de seguridad fue, claro está, enorme. pero, por suerte, no fue necesario. Bartolomé, aprovechando un despiste de sus captores, consiguió tirarse de la furgoneta en marcha que lo transportaba hasta el zulo más cercano y cayó por una cuesta para abajo. De allí, y abriéndose paso por el monte, consiguió llegar hasta Irún donde se personó en una comisaría de la Ertzaintza y contó la peripecia por la que había pasado. Era escalofriante: una pareja de etarras, hombre y mujer, lo habían apuntado con una pistola en Linares (Jaén) y metido a la fuerza en un coche en marcha. Sin paradas ni para mear había sido trasladado hasta Irún donde, podía dar fe, se había autoliberado.

Puesto ya a disposición judicial para que volviera a declarar Bartolomé contó el mismo asunto pero, vaya, al parecer, el asunto no parecía que fuera tan prístino y tenía algunas lagunas que el concejal debería de rellenar:

1. La misma mañana de ese día un taxista aseguraba haber recogido a Bartolomé Rubia y haberlo dejado en la puerta de la estación de Linares. Lo recordaba porque, al parecer, el muchacho le dejó a deber 700 pesetas de la época.

2. En el tren que cubre la línea Linares-Madrid algunos pasajeros recuerdan haber hablado con él por el camino y haberlo visto solo durante todo el viaje.

3. En la estación de Madrid una cajera recordaba haberle vendido un billete de tren en el Talgo Madrid-Irún.

4. Las cámaras de seguridad del lugar registraban imagenes de Bartolomé Rubia paseando durante cuatro horas despreocupadamente por el hall comiendo pipas.

5. La dependienta de la tienda de pipas recuerda haberlo visto comprando pipas.

6. Pasajeros del tren Madrid-Irún recuerdan haber visto solo a Bartolomé Rubia o charlando animadamente con gente del pasaje.

7. Durante su periplo Bartolomé Rubia intercambia algunas llamadas con gente de su entorno, su joven novia, que son registradas y que no parecen las de una persona secuestrada por la ETA. Es más, el juez parece dudar de que la organización terrorista permita que un secuestrado charle con su novia.

8. La persona que comunica el secuestro de Bartolomé Rubia lo hace desde su teléfono y con acento andaluz. La Guardia Civil se sorprende de que los etarras salgan por ahí a secuestrar con un teléfono sin saldo y que sean tan crueles de arrebatárselo a su víctima para hacer la llamada y, lo que es más sorprendente, es la primera vez que un etarra habla imitando a Paco Gandía.

Por suerte para nosotros Bartolomé Rubia tiene una explicación: lo ha hecho todo influído por una potente droga que los etarras le han colado en un zumo que se estaba tomando. La droga es tan acojonante que se ha convertido en una especie de zombie de película, en ese punto la Ertzaintza comienza a sorprenderse de que la ETA esté tan jodida de personal que haya tenido que contratar a magos del vudú, al que los etarras no tienen que amordazar ya que privado de la voluntad hace lo que ellos le dicen que no es otra cosa que autosecuestrarse y, lo que es peor, pagarse el traslado hasta Irún de su propio bolsillo. En ese momento la Guardia Civil se felicita de que la banda esté tan mal de efectivo que haga a sus secuestrados pagar el delito a escote sin mediación de carta de amenaza.

En un giro inesperado de los hechos Bartolomé Rubia se derrumba y tira por tierra todo su consistente testimonio que, pese a su aparente verosimilitud, dice que es todo una invención. De todas maneras deja claro que lo ha hecho "para llamar la atención sobre el problema del terrorismo en España".

Como siente que su misión está cumplida Bartolomé vuelve a su pueblo donde, como nadie es profeta en su Tierra, es tratado como un apestado, es expulsado del PP pero mantiene su puesto como concejal en régimen de "no adscrito". Después desaparece de la vida pública.

En todo esta historia hay algo terriblemente viscoso y extraño pero, también, algo muy humano: posiblemente Bartolín no se veía así mismo como un simple concejal de un pueblo de Jaén y pensó que había nacido para ser algo más, acaso un martir del terrorismo, una víctima de un terrible azote. A lo mejor, en el fondo de su alma, pensó que tenía cosas muy importantes que decir sobre este asunto y que era consciente de que esas mismas palabras no tendrían el mismo eco si las decía desde su puesto de político local que si lo hacía como víctima propiamente dicha.

En la estupenda película "Un héroe muy discreto" (Jacques Aurdiard, 1996) su protagonista, Albert Dehousse (interpretado por Matthieu Kassovitz), cuenta una historia poco conocida de la Resistencia. Francia, que fue un país aliado de los nazis, estaba después de la contienda repleto, claro está, de gente que, en mayor o menor medida, había colaborado con los nazis durante la ocupación. El delito por "colaboracionismo" se extendió con dureza no solo a los militares que habían permanecido en sus puestos si no también a mujeres que habían tenido como amante a un soldado alemán o, en algunos casos, a personas que habían arreglado un coche del ejército de ocupación. El miedo por caer en las garras de esos tribunales o de ser objeto de una purga (humillación pública traducida en rapada de pelo, ingestión de un purgante y otras lindezas) provocó que una nación entera olvidara los años en los que los nazis se habían paseado por Francia como sus dueños y señores. El pánico fue tal que muchas personas decidieron inventarse que habían estado en la Resistencia. Lo más chocante es que, para ser aceptado, no hacía falta acreditar nada, simplemente había que asistir a las reuniones, escuchar, inventarse algo aquí o allá y tener la suerte de que muchos de los asistentes TAMPOCO hubieran pertenecido jamás lo que era bastante común. Si esto no ocurría, los propios héroes de la Resistencia no solían decir "no le recuerdo" cuando alguien se acercaba a ellos por miedo, mucho miedo, de que su testimonio se pusiera en solfa y que alguien comenzara a sospechar de que, en realidad, estaba contando un cuento.

Es decir, siempre es mejor ser recordado como un esforzado soldado que como alguien que vio pasar a los nazis por debajo de la puerta de su casa y no hizo nada por evitarlo. A lo mejor Bartolín simplemente estaba dando el paso definitivo para tomar parte activa en esa lucha contra el terrorismo que, machaconamente, se nos recuerda es tarea de todos como la de que los bosques no se incendien en verano o que la gente no beba cuando conduce. Lo primero, la verdad, se me antoja mucho más complicado aunque sólo sea porque, como decía Allen, la mayoría de la población civil ha nacido para hacer un papel en la Guerra que no es otro que el de prisionero.

A lo mejor Bartolín se enteró de eso de que la grandeza de tu enemigo es la marca de tu propia grandeza y pensó que no había un enemigo mayor que ETA.

Por eso me río de la gente que se cree que Ramoncín le hace la puñeta y se dedica a putearlo porque, en realidad, sabe que Ramoncín jamás va a salir del restaurante donde esté a partirle la cara pero también me río de la gente que se cree que El Gran Wyoming es el dirigente de la Mano Negra, el tío que decide a quien le pegan a la puerta de un piano bar a las tantas de la mañana y quien puede irse a su casa tranquilamente.

Debe de ser bonito poder descargar toda la responsabilidad de tus actos (salir tarde de un bar canallista como el Tony 2 con dos copas sito en una calle donde cada dos por tres muchos honrados ciudadanos han sido atracados en la misma calle Almirante por avisados delincuentes que pescan en una zona cercana a Chueca donde muchas de sus víctimas no denuncian por miedo a tener que contar donde se encontraban) en una tercera persona. Pónganse en su lugar: a partir de ahora cuando les ocurra cualquier cosa eleven los brazos al cielo y digan que la culpa es de El Gran Wyoming o de la Ministra Sinde, de Ramoncín o de Victor Manuel y Ana Belén o de Evo Morales y Ahmamineyad. Mi excusa cada vez que llegue borracho a casa no va a ser "me lié" o "me tomé una caña y me sentó mal", mi justificación va a ser que El Gran Wyoming me echó droga en el cola-cao. Ni que decir tiene que diré que iba acompañado de dos "presciputas" que se dedicaban a la "prescipitación".

Por otro lado ojalá enganchen al imbecil que le dio la paliza al señor Tersch que me cae muy mal pero con el que simpatizo, sin duda, a la hora de elegir bares ya que el Tony 2 tiene el mejor Gin-Tonic y el ambiente más decadente de España y este que escribe prefiere el copazo al porrazo. Ya les contaré otro día.

Nota del Insustancial: El título del post fueron las palabras con las que José María Atutxa, consejero de interior de Euskadi en 1998, definió la historia de Bartolín y que vienen ni al pelo por su enorme carga semántica.

sábado, 5 de diciembre de 2009

20 años después



Belostenny. Creo que era ese jugador ruso el que lloraba, con la cabeza metida entre las manos sentado en el banco del vestuario. Recuerdo mejor a Lolo Sáinz con los ojos llorosos hablando de que el accidente de Fernando Martín era "una tragedia para el baloncesto". A secas: para el baloncesto español y para el mundial.

Se me cayeron dos lagrimones como puños aferrado a la pelota de baloncesto MIKASA tan usada que brillaba en algunas zonas como si fuera un balón de playa. Llevaba esa pelota a todas partes metida en una red: al colegio, a la cancha de arena del barrio, me la llevaba de veraneo. Tenía un significado especial para mi: mi tío Damián me la había regalado dos años tantes para que aprendiera a botar. Para que aprendiera el fundamente básico: botar tan bien que, mientras tanto, puedes estar mirando hacia donde va la jugada. Botar tan bien que te de la sensación de que podrías estar haciendo cualquier cosa mientras botas, botar tan bien que te da la sensación de que la pelota no obedece a las yemas de los dedos si no a una especie de orden telequinética que emana de tu cabeza. Él había aprendido baloncesto en el Joventut de Badalona y estuvo un verano entero detrás de mi diciendo que botara aquella pelota, que me la pasara de mano, un ejercicio tras otro.

La estúpida pelota estaba allí conmigo, en el regazo y no hacía más que agarrarla, que pasarle la mano por encima.

Tenía quince años y se me había muerto el tío que tenía en los posters de la habitación, recortado en fotos, recortado en artículos. Y eso que me traicionó yéndose a Portland Trail Blazers un año. A un equipo de mierda con un entrenador de mierda que no daba nunca jamás oportunidades a los novatos porque él mismo era un novato. Fernando Martín se había largado y la noticia de su muerte la estaba dando un periodista que, años antes, había tenido un accidente de coche con él a bordo de un Mercedes que quedó espachurrado en una cuneta de una carretera comarcal. Aquella vez se escapó por los pelos pero esta vez la velocidad, las ansias por llegar el primero que caracterizaron toda su carrera se lo llevaron por delante. Game Over. Pitido final, sin posibilidad de un último tiro sobre la bocina.

Veo las fotos de Martín ahora y me parece que todavía tendría hueco. Un pivot bajito (no más de 2.10) pero con espíritu, vieja escuela, un tipo que hubiera hecho carrera como reboteador en equipos más guerrilleros como Detroit Pistons, quizás unos años más tarde, con la explosión de los bad boys.

Se me había muerto el primer ídolo y no sabía como reaccionar. La casa olía a café con leche porque se celebraba la visita dominguera de algunos parientes. Yo estaba sentado en el suelo con la pelota agarrada, ni siquiera me había dado tiempo a soltarla porque acabada de llegar de la cancha de arena del barrio de jugar unos cuantos partidos a 21. Invierno significaba tardes domingueras de baloncesto, perneras sucias, botas llenas de barro...épica enana para chavales que crecieron con el triunfo de nuestra selección de baloncesto en las Olimpiadas de Los Angeles 84, "una plata que sabía a oro" arrancada a Yugoslavia en una semifinal en la que Martín estuvo espléndido. En plena forma.

En aquellos años no habíamos oído hablar mucho de Magic Johnson, ni de Kareem, ni de Thomas ni de Earving, Maravich, Bird o English. Todo nos sonaba un poco a chino y nuestras referencias eran europeas porque los americanos, los americanos que jugaban por aquí se quedaban y se nacionalizaban o se largaban en busca de la pasta de la lega italiana. España sólo era un lugar de paso y nuestros ídolos eran de aquí: Llorente, Corbalán, Villacampa, Creus, Martinez, Epi, De la Cruz, Sibilio, Solozabal, Cabrera, Beirán, Rullán, Biriukov, Gil, El "Chinche" Lafuente...lejos de los Madison y los Inglewoods nuestras canchas eran el Pabellón del Real Madrid, el Palau Blaugrana, El Magariños o sea "La nevera"...

¿Quien iba a pensar que de aquella liga todavía casi amateur donde te cruzabas a los jugadores tomando cañas en cualquier bar de al lado de la cancha iba a salir un superclase?

Sería injusto decir que sólo Martín fue un superclase pero, la verdad, fue el primer jugador moderno, tanto que decían que ganaba más dinero por temporada que cualquier jugador de la primera plantilla de fútbol. Todos los años llovían ofertas del Cantú, del Milan, del Bolonia, incluo el Scavolini de Pesaro quiso que Walter Magnifico y él hicieran parejas pero Martín siempre decía que le debía mucho al Madrid y un poco también al Estudiantes donde se hizo como jugador. Los del Magariños jamás le perdonaron la traición y, en cada partido, le recriminaban el cambio de colores incluso cuando los que nos habíamos enganchado más tarde, o veníamos de instituciones educativas menos baloncesteras que el Ramiro de Maeztu, no supiéramos muy bien de donde venía toda aquella mala leche a duras penas retenida.

Martín a su aire se fue haciendo grande, poco a poco, y convertía cada partido en una pelea entre él y todo el equipo contrario. Era así. La escuadra madridista se preciaba de ser risueña. No era menos, grandes cómicos como Fernando Romay o Juanma López Iturriaga estaban en sus filas con tíos de no menos humor como Jose Luis Llorente (jamás le perdonaré que un día, delante de Raül López me dijera, "¿Y quien crees que es mejor base este o yo?") o Corbalán. Me imagino que sólo resaltaban el caracter casi amateur de nuestro baloncesto, crecido en colegios y enseñado por, curiosamente, entrenadores que eran profesores o que tenían una enorme vocación pedagógica. No es de extrañar el aspecto beatífico de Miguel Ángel Martín (apodado "El cura"), las formas de Pepu Hernández (que alguien me diga si ese hombre no tiene pinta de profe de historia) o de Pinedo. Raro eran señores mosqueados como Lolo Sáinz o hombres con aspecto de estrategas fríos y calculadores como Aíto.


No digo que no se lo tomaran en serio, sólo digo que después de Luyk no ha habido un tío más peleón que Fernando Martín. No de aquella época y no militando en el Real Madrid. Serio, blanquecino, sacando brazos aunque ganara por treinta de diferencia...¿De donde había salido esa hambre de ganar? ¿Esas protestas a los árbitros? Martín era carácter y, frente a ello, no había nada que hacer. Los duelos con Audie Norris -un hombre con talento de superestrella pero rodillas de cristal- quedarán para la historia pero no menos escalofriantes fueron las literales palizas que se daba con Meneghin (un criminal en la cancha, un trozo de pan fuera de ella), con brutos mecánicos y brillantes venidos del frío como Sabonis, Iobaisha o Volkov o con Pinone (seguramente el jugador más raro que ha pasado por España del grupo de brillantes).

Martín le dio a nuestro baloncesto otra cara y otra estela. Jugador de equipo, sin embargo, cuando en Madrid aterrizó una estrella de alcance internacional llamado Drazen Petrovic la relación entre ambos no fue fácil. El yugoslavo era una bestia, una maquinita que se quedaba a entrenar después de cada entrenamiento durante tres horas más. Lanzaba 100 balones, 100. Con cada fallo se obligaba a tirar otros dos con lo que las sesiones acababan siendo brutales. Drazen hizo lo suyo y deslumbró a jugadores como Villalobos o Pepe Cargol que crecieron junto a él por una sencilla razón: lo acompañaban en cada entrenamiento. Sólo así es posible que en el   primer Open McDonald que se jugó en Madrid Cargol fuera elogiado internacionalmente como el mejor jugador del torneo, el tío que había puesto patas arriba a los Boston Celtics durante casi dos cuartos. Raro en él Petrovic estuvo todo el partido jugando descentrado y no tan raramente para él y para los ojeadores de la NBA. Fue una triste demostración de que el talento sin control se queda en pura chorrada por más que se empeñara en sacar todas sus artes.


No es de extrañar que en la Recopa del 89 Petrovic se cascara más de sesenta puntos y que, pese a la alegría por el título, Martín se plantara delante de los periodistas y dijera eso de "Esto es un deporte de equipo y tenemos que jugar todos...si hubiéramos jugado como un equipo les hubiéramos ganado igual". La prensa achacó el cabreo personal a una rabieta de estrella, a un jugador que estaba ya en horas bajas y que venía de la NBA con una espalda hecha trizas, que ya no podía rendir como en sus mejores años. Algo absurdo porque Martín tenía sólo 27 años por aquel entonces y le quedaban años y años de baloncesto. de Muy buen baloncesto.

No es de extrañar que el paso de Martín (que mantuvo el número 10 y el acento sobre la I) fuera difícil. Sin casi aclimatarse lo primero que sufrió fueron los rigores de una liga profesionalizada. Acostumbrado a las formas de gallina clueca de los entrenadores europeos Martín llegó a su primer entrenamiento, pasó el examen médico y le dijeron "tienes que coger músculo y kilos. Toma esta es la dieta que tienes que seguir". Dicen que preguntó que cuando empezaba y el médico del equipo le dijo: "Si quieres jugar en el equipo cuanto antes". Después le pasaron el libro de las jugadas para que se las empollara. Su entrada en un equipo ya formado tampoco fue fácil, soportó la etiqueta de "rookie" y las formas chungas de algunos jugadores como Kiki Vandeghe, capitán del equipo y "estrellaza" mediocre, que en cada entrenamiento le tiraba las cestas de los balones para que los recogiera. Martín  lo agarró del cuello y le dijo: "Soy campeón olímpico, de clubes, subcampeón de europa...¿Cuantos títulos tienes tú?". Con otros compañeros no tuvo tanta suerte y uno de ellos, en una trifulca, le rompió la nariz. Encabronado y con malos número regresó a España donde fue recibido como recibimos a la gente que lo pasa mal por culpa de los extranjeros, o sea, guay.

Aquel domingo Fernando Martín se mató en un accidente de coche y yo no podía pensar en nada más que en los posters y en lo raro que me iba a sentir jugado al Fernando Martín Basket Master, chungo juego de baloncesto para Amstrad y Spectrum, por lo que los posters se quedaron pero jamás volví a jugar a aquel juego y eso que me gustaba mucho más que el One on One que enfrentaba a Larry Bird e Isaiah Thomas.

Me acosté tarde y no me perdí el telediario, ni los programas de deportes. Antonio, su hermano, parecía completamente destrozado. El equipo estaba hecho una mierda y el miércoles jugaban partido contra un equipo griego, contra un equipo donde jugaba Fassoulas (¿Olimpiakos?). No me lo podía creer. Me metí en la cama y miré los posters y las fotos recortadas, saqué las revistas de basket de debajo de la cama buscando crónicas de otros partidos, estadísticas, me leí de un tirón la entrevista que había concedido recién llegado a Portland. La había leído otra vez en septiembre, cuando me tocó cambiar de instituto para darme fuerzas y la recordaba bien porque entre las páginas de esa revista estuvo durante muchos años un autógrafo que me firmó en un VIPS donde me lo encontré después de una eliminatoria de copa contra el Tracer. Mi padre me dijo que no lo molestara pero yo me acerqué para decirle que era el mejor. Me agarró del pelo y me contestó que no era para tanto pero yo insistí. "Que sí, que eres el mejor". Y después le dije que no se fuera nunca a la NBA, que les dieran por saco. Se rió y dijo "¿Y a la liga italiana?" y me tuvo que cambiar la cara porque me volvió a agarrar del pelo y me dijo "No, que yo me quedo, de verdad". Fue ese el momento en el que mi padre y mi madre aparecieron para preguntarle "Perdónalo, seguro que te está dando el coñazo, es que no hace otra cosa que hablar de baloncesto...pero es un enano. No vale". Dijo mi padre. Y en ese momento se rió bastante y me dijo "tu sigue jugando que lo importante es divertirse". Y eso me pareció raro en un tío que siempre parecía jugar para ganar pero que no parecía muy divertido sobre la cancha.

Recordaba la anécdota y volví a llorar. Guardé el autógrafo y las revistas y puse la radio debajo de la almohada por si acaso, de pronto, a Martín se le ocurría volver de entre los muertos. Negación, ya sabes. Con quince años todo parece posible, incluso que el mundo de pronto se haya puesto en tu contra para gastarte una broma, una broma pesada, una de esas bromas de cámara oculta. Paranoia adolescente lo llaman. Pero no, Martín ya no estaba entre nosotros y solo la tópica catarata de frases hechas, de asuntos cursis acompañaba como un estúpido carrusel funerario a la noticia, todo el circo, los "ahora está jugando en el cielo" o "está descansando para jugar otro partido". Gilipollas, qué sabían ellos.

Enterraron a Fernando Martín Espina rodeado de toda la plantilla del primer equipo, pero también de "enemigos íntimos" como Epi o Audie Norris que parecía también inconsolable. Las imágenes eran duras, frías y llorosas.

Dos días después jugaron en el Pabellón de Deportes, en el grande, en el de Goya y el equipo contrario dejó flores en la silla vacía del banquillo donde descansaba una camiseta con el número 10 que el club acababa de retirar para que nadie pudiera volver a ponerse ese número jamás. Antonio Martín, su hermano, anotó su primera canasta y se agarró la camiseta con fuerza, apretando los tirantes entre los puños, llorando, todos los compañeros, incluso un circunspecto Fredericks que se había incorporado esa misma semana al equipo fueron a abrazarle. Era la imagen de alguien roto, adormilado por el dolor, de alguien al que tampoco le valían todos los baños de azucar que se le dieron a la noticia, todos los símiles idiotas sobre jugar en los campos del señor eternamente y todas las milongas. Pese a que tardaría muchos años en sentir algo similar a lo que sintió él me sentí muy cerca, tanto que dos o tres semanas después me lo crucé después de un partido y aunque di dos pasos para darle el pésame rápidamente me di la vuelta para no molestarlo, para no volver a recordarle el trago, para no decirle eso de que sentía "sinceramente" la pérdida. Me imagino que a lo sabría y, claro está, hubiera sido una estupidez hablarle de los posters, aquello del autógrafo y de que siempre quise ser como su hermano. Seguramente me hubiera respondido que eso hubiera sido tan imposible como que hubiera clavado un mate.

Pese a que es una ñoñez decirlo lo cierto es que cada vez que dan la alineación del Real Madrid por la megafonía del pabellón (ahora por los de la Plaza de Toros de Vistalegre) me acuerdo de él y hay veces en las que me parece oir aquello de "Con el número 10, Fernando Martín". Algo tan tonto como seguir insistiendo en querer botar bien la pelota.

 A Supersalvajuan y Fran que quieren a este deporte.