jueves, 8 de marzo de 2012

Galgos y espíritu olímpico



En el canódromo de Carabanchel me enteré yo de que los galgos no corrían por deporte. Me lo explicó mi tío Jesús al que le pirraba ir allí a jugarse los duros. Recuerdo aquel sitio como un lugar grisáceo y patibulario. El edificio, que acabaría cerrando para siempre jamás, estaba hecho una ruina y, ni el cartel anunciador de la actividad comercial (la silueta de un galgo de color negro que rodeaban a la palabra “canódromo” en pintura plástica sobre un muro encalado) era muy molón.

Íbamos algunos domingos porque el tío Jesús no abría la bodega que tenía en Canillejas. Aquel sitio que olía a vinacho y que tenía una parroquia peculiar por la que pululaba el dueño de unos estudios de cine con un evidente síndrome de Diógenes, un cubano marxista pero exiliado, un maletero de Barajas que se daba un aire a Escalero “El mendigo asesino”, algún funcionario de voz grave y discurso sindical y una solterona de la Federación Socialista Madrileña bastante hombruna y que bebía como un caballero legionario.

Formaban una especie de Club especial muy raro que se apuntaba a los planes más descabellados. No solo ir al canódromo, a una manifestación o a una lectura de poesía: fueron ellos la improvisada barra brava que fue a animarme al grito de “¡Venga gordinflas!” cuando, en un momento de ofuscación, me empeñé en correr la Popular de Canillejas para niños. Cuatro kilómetros de puro infierno que soporté porque, en cada curva, me encontraba al grupo aquel profiriendo gritos de júbilo y aplausos de esos que están guardados para los campeones de verdad o para los que por estupidez, cabezonería o tesón deciden mantenerse en una carrera que saben que jamás van a ganar. El caso es que animaban como si yo fuera Bikila y estuviera allí para batir la mejor marca del año.

Mi tío Jesús me contó que los galgos no corren por deporte. Que corrían no por placer si no porque les ponen un señuelo, un conejo de mentira tras el que salen escopetados con la esperanza de alcanzarlo sin saber, claro está, que la carrera está amañada y que el fin no es que atrapen a la presa si no que crucen primero la meta. EL galgo no entiende nada y se preguntará siempre: ¿Dónde se ha metido ese conejo?

Yo también corrí aquella Popular, aquella mini-mini maratón, pensando que podía ganarla. Así de idiota era a los 10 años. Me dormí pensando que si 200 o 300 se lesionaban, que si de pronto despertaba en mi una fueza desconocida incluso para mi mismo, que si todo el mundo se despistaba y se quedaba dormido…ya me veía yo encima del pódium recogiendo el trofeo cedido por una tienda de deportes del barrio de Canillejas de la mano de algún concejal, escuchando muy serio el himno de España mirando al horizonte. Aquello fue mi señuelo, mi conejo relleno de ilusiones. De haber dudado, por un solo instante, que aquello terminaría mal posiblemente me hubiera quedado en la cama.


Como era previsible, para todos menos para mi, jamás alcancé al conejo.   

Creo, si no recuerdo mal, que llegué de los 10 últimos. De los 10 últimos como de 500 niños en edades comprendidas entre los 10 y los 15 años. Cuando encaré la recta final sonaba (lo juro) el tema principal de “Carros de fuego”. Valiente chiste. Un niño gordito metido en un chándal amarillo de felpa con un dorsal de Coca-Cola agarrado por dos imperdibles al pecho yendo a una velocidad ridícula mientras intentaba que las gafas no se le cayeran con aquella marcha épica de fondo…menuda antítesis, menuda mofa al espíritu olímpico.

Durante todos los años posteriores muchas veces sentí que me apuntaba a maratones que no podía ganar con el espíritu del que cree que puede ganarlas y, otras tantas, me sentí como un galgo que persigue a un señuelo.

Cerraron el Canódromo de Carabanchel y aquello se infestó de yonquis. Yonquis épicos, de esos que están entre el zombi y el experimento de laboratorio. Mi tío cerró la bodega cuando se jubiló y yo no he vuelto a correr en mi vida ni delante de los antidisturbios.


La tribuna cubierta  y las instalaciones del canódromo fueron reconvertidas en instalaciones deportivas y creo que la bodega fue reconvertida, junto con el bajo aledaño en el que vivieron sus padres en el domicilio de una sobrina suya o algo así.
En Madrid hay que darse prisa, porque como dice Santiago Lorenzo, si giras una esquina y te despistas a lo mejor al volver la vista atrás el edificio que esperabas encontrar ya lo han convertido en otra cosa, en un espacio moderno, de esos multiusos que son unas salas vacías que ya cumplieron su labor nada más quedar inauguradas que no era otra que ser construídas. Después solo hay que esperar que una Caja o una Fundación de un banco saque un cheque y les ponga publicidad para que se pueda celebrar cualquier cosa desde un vino español hasta una exposición de fotografía.

Lo importante es que existan esos huecos, esos subconjuntos sin nada dentro que pueden rellenarse de cualquier cosa, a ser posible de cosas que se consuman muy rápido y que no dejen mucha huella porque el segundo fin de estos edificios es que se tiren para poder volver a construir algo en su lugar y así hasta la próxima burbuja inmobiliaria.
El caso es que desde que se lo de los galgos reivindico mi derecho a correr si quiero y a parar si quiero. Me da igual quien agite el señuelo o toque el tambor. Yo quiero parar y moverme lo justo.

En estos tiempos se nos piden sacrificios. Se nos exigen con la misma alegría con la que antes nos invitaron a comprar casas que no podíamos comprar y a pedir créditos que jamás podríamos cubrir. “Sacrificio” y “esfuerzo” son las dos palabras que, como un mantra, se nos repiten una y otra vez. Es el momento de sacrificarse y de esforzarse pero nadie nos dice muy bien ni por qué, ni en qué condiciones. Es decir, se nos agita el señuelo de la recuperación y el empleo y se nos exige que corramos como a los galgos del canódromo de Carabanchel. En realidad, y si uno lo piensa bien, es muy posible que el fin de esta marcha no sea atrapar el conejo de trapo del bienestar si no que atravesemos esta deflación, esta crisis, a toda pastilla mientras que los dueños del canódromo siguen haciendo apuestas desde las cómodas gradas gritando “¡Venga, Gordinflas!”.

Ya digo, no tengo mucho espíritu olímpico.