jueves, 20 de junio de 2013

El Final de "Los Soprano"



Fui con mi tío Julio a ver “Perdita Durango”. Era lunes y fuimos a un cine que ahora es un gimnasio. A ambos nos gustó pero, sin duda,  lo que más nos gustó a los dos fue aquel actor gordinflas, de aspecto sudoroso y eterna cara de angustia y mosqueo.

Durante toda la película Woody Dumas intenta desentrañar el retorcido caso de secuestro de dos adolescentes en medio de un terreno completamente hostil, un territorio fronterizo donde se mezclan dos culturas que se oponen la una a la otra para no ser absorbidas y acaban por fundar una entidad propia. Por ese nuevo “país” fundado en varias religiones, tendencias musicales, literaturas, sociedades etc. pululan ricos despistados que quieren pasarse al lado salvaje, pobres como ratas que quieren saltar al otro lado para llenarse los bolsillos de dólares, mafiosos, criminales sexuales, traficantes (de drogas, de armas, de almas, de fetos) y, en medio de todo aquello, solo Woody Dumas intenta poner algo de orden enfrentándose a la locura colectiva como un policía tan estéticamente horrible como profesionalmente eficaz.

Bien podría Alex de la Iglesia  haber introducido en aquella historia a un policía de una sola pieza, ya saben, a un héroe. Haber invocado la idea de que el Mal absoluto solo puede combatirse con el Bien absoluto. Por suerte, el binomio De la Iglesia-Guerricaechevarría, ya había escrito “El Día de la Bestia” y ya nos había mostrado a otro antihéroe, el Padre Berriartúa, que había llegado a la conclusión de que el Mal absoluto solo puede combatirse con sus mismas armas.

La diferencia, esta vez, estribaba en que Ángel Berriartúa era un ser inocente introducido en un ambiento completamente hostil (El del Madrid de la crisis económica-ideológica de la primera mitad de la década de los 90 del siglo pasado) que inicia con torpeza pero con decisión el camino de convertirse en un socio de Satán (quizás en uno de nosotros) y aquí Woody Dumas es un policía metódico que busca la raíz del mal (A Perdita y Romeo) conociéndolo a la perfección y cuyo mayor inconveniente acaba siendo su propia mala suerte –acaso las interferencias de los “hechizos” del propio Romeo Dolorosa- y una cierta dosis de estupidez de las personas que, en teoría, tienen que ayudarle a completar su misión. Berriartúa se ve incapaz de entender el mal pese a que viene a desatarlo para hacerlo desaparecer y Woody Dumas, sin embargo, lo entiende a la perfección y quiere acabar con él pese a que entiende perfectamente que no será capaz. 


Durante las cañas posteriores el Tío Julio y yo intentamos recordar donde habíamos visto a ese actor. Recordábamos haberlo visto en “Amor a quemarropa”,  “Marea Roja” (ambas de Tony Scott) y en “Como Conquistar Hollywood” de Barry Sonnenfeld. En dos de ellas haciendo de matón y en una haciendo de oficial de un submarino nuclear. Todos aquellos papeles, que en su momento nos habían parecido tan intensos, nos parecieron demasiado pequeños para un actor con tanto talento.
Meses más tarde, leyendo “Durango Perdido” (el diario que Carlos Bardem hizo de “Perdita Durango”), me enteré de que James Gandolfini había conseguido esa cara de angustia y de cabreo continuo poniéndose trocitos de piedras en los zapatos. Un truco tan del “Actor´s Studio” como los de Hoffman en “Marathon Man” (correr toda una noche antes del rodaje de las escenas finales de la película para parecer cansado, sucio y aturdido) que con tanta sorna criticó Sir Laurence Olivier (“No sabía que NO eras actor” le espetó el actor inglés al norteamericano cuando este le explicó su técnica) y quizás tanto como los de Juan Diego (que vivió durante unos meses en una casa completamente vacía) para interpretar a San Juan de la Cruz en “La Noche Oscura” o los de Jorge Sanz que, y esto es verídico pese a estar recogido como ficción en su serie “¿Qué fue de Jorge Sanz?”, reconocía “pellizcarse un huevo” metiéndose la mano en el bolsillo del pantalón cada vez que tenía que llorar en una secuencia.

La anécdota, la de las chinas en los zapatos, nos habla muy bien de James Gandolfini como de un actor tan metódico (más allá de ser un “actor del método”) que preparaba a conciencia sus papeles. Unos papeles que le fueron cayendo a cuenta gotas durante toda su carrera y que, excepto en el caso de “Los Soprano”, no le permitió más que brillar como brillante secundario. Una pena, un déficit del “mercado audiovisual” que venimos arrastrando desde hace ya unas cuantas décadas, porque sin duda se hubiera merecido un poco más. Gandolfini ha sido tan grande que todo lo que ha hecho nos parece grande pero, a la vez, un poco pequeño, un poco injusto, muy poco acorde con su talento tan empequeñecido por una cuestión ridícula:  ese “déficit” de papeles grandes para gente que no entra en los cánones estéticos adecuados o de esos papeles grandes que serían adecuados pero que, desgraciadamente, acaban cayendo en manos de un actor que decide engordar o afearse con complicadas técnicas de maquillaje para poder hacer un papel de estas características. Ejemplos claros de este hecho los tenemos en  Charlize Theron haciendo de Eileen Wournos en “Monster” hasta Leonardo  Di Caprio interpretando a J. Edgard Hoover en “Hoover”. Me pregunto si no hay actores y actrices que pudieran haber hecho esos papeles sin tener que pasar por sesiones maratonianas de maquillaje.

Pese a todo, no hay ni un papel de la carrera de James Gandolfini que, simplemente, no haya bordado y no nos haya permitido retenerlo en la memoria por muy pequeño que fuera. Señal inequívoca de que algo estaría haciendo bien.

Fue la HBO y su papel de Tony Soprano por el que será recordado siempre. De 1999 a 2007 dio vida al jefe de una pequeña familia mafiosa de New Jersey que se pone en manos de una psicoanalista para intentar sobrellevar los avatares de una vida complicada en la que ejerce como “cabeza de familia” de dos familias diferentes: la suya, la que ha formado junto a Carmela, y la otra, el clan mafioso que lidera. Si hay algo interesante de la serie creada por David Chase es que nos encontramos ante un personaje que, durante seis temporadas, aparece completamente partido por la mitad, a veces roto en mil pedazos, un mafioso de poca monta violento y brutal que, a veces, parecía un tierno padre de familia, que, en otras muchas, intentaba recuperar el amor de su mujer, que actuaba según un código moral propio retorcido que, en otras tantas, nos parecía que aceptaba pese a odiar y que, otras, defendía a capa y espada.


Tony había intentado escapar de la herencia mafiosa de su familia, de hecho acudió durante un periodo de tiempo muy corto a la universidad y, sin embargo, como Michael Corleone había tenido que regresar. La cara de Gandolfini/Tony viendo como Silvio Dante (Steve Van Zandt) imita al más joven de los Corleone diciendo eso de “Creí que estaba fuera, y me vuelven a meter dentro” entre los aplausos de los otros mafiosos es, posiblemente, uno de los momentos más duros y a la vez tiernos de toda la serie. En definitiva “Los Soprano” no es otra cosa que una lectura más realista que actualizada de “El Padrino”, una obra cruel con sus personajes y con el desarrollo de la trama donde Shakespeare se da la mano con Hammet, pero también con las portadas de los tabloides y, definitivamente, con la realidad. Nadie duda de que “El Padrino” encierra en su subtexto un discurso completamente inmoral, una especie de traición del subconsciente de Coppola que los propios mafiosos americanos (o gente tan dispar como Gil y Gil, amante de la trilogía hasta el punto de instalar un tríptico de la saga en el centro de negocios de Marbella) leyeron a la perfección: “Somos así porque éramos pobres y tuvimos que hacernos ricos saltándonos el sistema porque este no nos daba ninguna oportunidad”.

Frente a la elegancia y al honor que Coppola le supone a los Corleone, no olvidemos que se inicia una guerra contra ellos porque han prohibido a los otros mafiosos traficar con drogas instalándose a ojos del espectador como unos “mafiosos buenos” o “no tan malos”, David Chase se acerca más a la dolorosa realidad de la biografía de gente como John Gotti y, por encima de eso, dibuja a una mafia menor, arrinconada en un territorio pobretón y dominado por las familias de Nueva York que les aprietan las tuercas cada vez más.



En medio de ese territorio hostil y complejo, violento y brutal, Chase dibujó a un personaje normal, a un mafioso normal, nos deja un regalo a modo de moraleja inquietante: El mafioso no tiene más remedio que ser así no porque tenga honor si no porque tiene miedo de que le corten el cuello. Y, por encima de todo eso, ya no puede dar marcha atrás y dedicarse a algo honrado porque no podría pagarse su tren de vida.
Gandolfini creó a un Tony Soprano completamente humano, tan complejo como todos los seres humanos, un personaje dislocado y continuamente dividido entre lo que le dice su cabeza y su corazón que, muy pocas veces, duda de lo que tiene que hacer. Un mafioso metódico que elimina a los que amenazan su reinado o su supervivencia por cuestiones más humanas que instaladas en la leyenda, la tradición o la ficción.


Con su muerte ha llegado el fin definitivo de “Los Soprano” cuyo final abierto no ha hecho otra cosa que alimentar el debate y la leyenda sobre la propia serie. Unos minutos finales que han sido analizados milímetro a milímetro y donde se han dado todas las hipótesis posibles sobre qué es lo que ocurre en ese larguísimo cierre a negro donde se interrumpe la acción y termina de sonar abruptamente “Don´t Stop believing” de Journey. Una canción melosa que habla de una chica de pueblo y de un chico nacido en el sur de Detroit (pobre como una rata si tenemos en cuenta esa obrera localización) que se conocen en un antro. Y luego la cosa se pone poética y todo parece un tanto hostil como la vida misma y luego se nos dice que hay gente que nació para cantar blues, que todo el mundo quiere emoción, que la gente apuesta por ganar y que hay gente que gana y gente que pierde…y también que, pase lo que pase, la “película nunca termina y que la siguen proyectando una y otra vez” y, claro está, que si somos gente de la calle, que pese a ser gente de la calle, esa gente normal que puede ser obrera de la construcción, policía o mafioso no dejemos de creer ni por un instante. Ese es el consejo: “No dejes de creer”. Da igual en qué. Es decir, intencionadamente, la canción tampoco aporta mucha información sobre qué pasa en esos segundos larguísimos en que la pantalla se viene a negro. O quizás sí y todo lo que viene a decirnos David Chase es que la vida de la familia Soprano, de las dos familias Soprano, seguirá su camino y que no dejarán de creer, es decir, que seguirán haciendo las cosas más o menos como hasta ahora, que la serie podría haberse alargado otras 20 temporadas más.



Ahora ya no, claro, las noticias desde aquel final han contenido la posibilidad de hacer una película definitiva sobre la saga e, incluso, una nueva tanda de seis o siete episodios más. Una especie de final heroico. Siempre quise que ocurriera pero también temí porque lo que viniera después fuera mucho peor o acabara por darme un final épico (que se hubiera cargado el discurso de la serie) con un Tony Soprano asesinado o un final tranquilizador donde este se hubiera entregado al Programa de Protección de Testigos para intentar vivir como una persona normal. Eso último hubiera sonado tan convencional como creer que todas las películas tienen que tener una final feliz, hubiera acercado a Tony Soprano al Henry Hill interpretado por Ray Liotta en “Uno de los nuestros” quejándose de vivir en una zona residencial donde creen que los macarrones con kétchup son una comida decente.

La muerte de James Gandolfini ha impedido cualquier posibilidad de que “The Sopranos” vuelve a rodarse pero, sobre todo, lo imprevisible de su desaparición viene a refutar la teoría de Chase, y la de los Journey, de que la vida sigue y que las cosas pasan y de que no podemos hacer nada por evitarlo, que la vida no se acoge nunca a las leyes de la ficción, del guión o de la literatura y que las cosas buenas y malas se entremezclan de una manera sorpresiva y absurda formando una cadena de acontecimientos que, en forma de guión, nadie se atrevería a rodar por parecer completamente ridícula proyectada en una pantalla.

La muerte prematura de este enorme actor ha acabado, de una vez, con todas las teorías sobre qué pasa en ese negro alargadísimo del final de “Los Soprano”. 

Ese negro es nuestro siguiente paso en la vida, un paso que daremos pero que no sabremos hacia donde nos lleva en realidad, porque, en realidad, el único final posible es este final. Este final es el que ha acabado de verdad con “The Sopranos” y, por desgracia, es un final que no ha gustado a nadie, como casi todos los finales tristes. Un final inquietante e inesperado que nos deja, como todos los finales de la vida, empantanados en medio de un montón de dudas. 

2 comentarios:

Caballo Renoir dijo...

¡Me gusta esta interpretación del final de la serie!

Maddie dijo...

RIP MR. Tony


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