lunes, 30 de noviembre de 2009

Terrores infantiles, terrores adultos.




"¿Oiga, Oiga? ¿Es que hay alguien?"
Monica Randall en "La escopeta nacional" (Luis García Berlanga)

Comentaba con un amigo que nuestra infancia, pese a desarrollarse en lugares alejados, estuvo marcada por la Guerra Nuclear. Más bien por la amenaza de que, en cualquier momento, podríamos ser pulverizados por un pepino atómico "veinticinco veces más potente que la bomba de Hiroshima". Este era uno de los datos morbosos con los que la prensa nos deleitaba de cuando en cuando: el horror se medía por la fuerza en megatones de la Bomba de Hiroshima. Cualquier crisis, por pequeña que fuera, era un aviso de que muy pronto pasaríamos del Defcon 4 al fatídico Defcon 1 y, durante la invasión militar de la pequeña isla de Granada (Reagan no estaba muy contento con el tío que habían elegido como Presidente y llegó a decir que era como "una minúscula Cuba en potencia") Diario 16 sacó un titular donde nos informaban de que un misil estratégico de largo alcance que dormía en un silo de la alejada República Soviética de Ucrania había sido programado con las coordenadas de la Plaza de Colón de Madrid. Con semejante asunto a mi amigo y a mi nos costaba mucho dormir por las noches.

La música y la cultura no eran refractarias a esta cultura del Apocalipsis nuclear con las que, paradójicamente, se nos bombardeaba y recuerdo ciclos de películas en el colegio sobre el asunto, jornadas de pánico revestidas con nombres orwellianos como "Día Internacional de la Paz" pero donde se mostraban cosas como "Cuando el viento sopla" (1986, Jimmy T. Murakami)  película producida por Paul McCartney que contaba la historia de como dos viejitos se preparaban para el estallido de la bomba y las deprimentes jornadas tras la deflagración de las mismas. En casa arrasaba "Juegos de Guerra" (John Badham, 1983) donde un hacker adolescente volvía loca a una computadora gigante que no sabia diferenciar entre la realidad y la ficción y estaba al cargo del sistema de defensa nuclear de Norteamérica o el telefilm estrenado en pantalla grande titulado "El día después" (Nicholas Meyer, 1983). Ni acordarme quiero de los tintes apocalípticos de "Mad Max 2" (George Miller, 1981) donde los tarados por las bombas tomaban el poder y se hacían punkis y malvados (¡El gran Hummungus!) o de la tercera parte de la saga donde la única vida posible estaba amarrada a la supervivencia de los restos del capitalismo emergente de Negociudad, población dirigida con mano de hierro por la alcaldesa Tina Turner.

En el colmo del pánico alguien me hizo leer "Los últimos niños" una novela de una escritora alemana llamada Gudrun Pausewang que, como no, narraba las vicisitudes de una familia berlinesa que se refugia en el pueblo de los abuelos para descubrir si no hubiera sido mejor haber sido borrado del mapa. Recuerdo con pánico dos escenas: una en la que el niño amyor cae en la cuenta de que todo lo que comen ybeben está contaminado por la radioactividad y otro en el que se contaba como el fotógrafo del pueblo, un playboy en toda regla, trabajaba entusiásticamente en la recogida e escombros y acondicionamiento de las calles porque tenía una misión secreta: tener la suficiente pista libre para poder coger velocidad y estrellarse contra el primer edificio sano. Lo consigue. Perdón por el spoiler.

Mi amigo y yo vivimos aterrorizados por algo que se nos presentaba como la única posibilidad, Sting cantaba aquel estribillo tranquilizador -"Los rusos también aman a sus hijos"- pero aquello sonaba a pelfa ¿No era ese mismo menda el que cantaba "Doo-Doo-Doo-Da-da-da"? ¿Qué crédito podía tener cuando en Informe Semanal un reportaje se encargaba de contarnos la fiebre de muchos españoles por construírse un refugio nuclear propio?

Años después tuve la suerte de conocer uno de esos lugares que, en mi imaginación, pensaba que eran fortalezas indestructibles recubiertas de plomo donde, con tus seres queridos, la vida florecería de nuevo y se abriría paso. Casi me da un ataque de risa histérica cuando, comprobé, que el lugar era un cuchitril asqueroso con un water portátil estéticamente bastante parecido a las celdas de la prisión de Alcatraz (otro de mis traumas...otra historia) que había visto en las películas. Puedo jurar que todas mis esperanzas se desvanecieron al ver los estantes llenos de latas de melocotón en almibar de tamaño industrial a punto de caducar y sentarme en uno de aquellos colchones de campaña polvorientos, el dueño dijo que se lo habían vendido como un refugio "ideal" para una familia de seis miembros pero, en realidad, no me costó imaginarme a aquella gente (o a cualquier otra) decidiendo enfrentarse a los seres deformes que, sin duda, habitarían las ruinas a los tres días de estar allí antes de volver a tener que verse haciendo caca a la vista de los otros ¿Cómo nadie pretendía vivir en una mansión de seiscientos metros cuadrados con dos chachas y tres planchadoras y pensar que podría adapatarse  a hacerlo  en un agujero cerrado a cal y canto durante un año?

Ni Juvenalia, esa feria que acaba de desaparecer por los rigores presupuestarios, se escapaba del pánico nuclear y, entre chorrada y chorrada, o sea tirolinas donde uno podía descolgarse o talleres para pintarse la cara los el ejército tenían la ocurrencia de hacer demostraciones de sus trajes BNQ, o lo que es lo mismo, trajes resistentes a la Guerra Biológica, Nuclear y Química. Durante un pequeño espacio de tiempo uno podía encasquetarse la misma máscara que llevaba Marty McFly en "Regreso al futuro" (1985, Robert Zemeckis) y sentirse poderoso e inmune a los efectos de otros terrores menores como el gas mostaza del que también nos hablaban como al solución rápida y barata a la falta de un arsenal nuclear como era el caso de nuestro país que se encontraba así en inferioridad de condiciones no ya ante los soviéticos si no ante los ladinos franchutes que, tras los Pirineos, guardaban su propio artilugio del que se nos contaba era "sólamente dos veces más potente que la bomba de Hiroshima" pero que, por su potencia, podría destruir una población como Barcelona para siempre. Al parecer no teníamos derecho a tener la bomba atómica y, claro, los franceses (¡esos aprovechones!) nos tiraban los camiones cargados de fruta con total impunidad. Otro gallo nos hubiera cantado de haber contado nuestros camioneros con la fuerza de unos cuantos megatones o, sólamente, de medio.

De aquella época me ha quedado una pesadilla recurrente de la que no puedo escapar: estoy encima de un edificio y veo el hongo nuclear desatándose a una enorme distancia. Pese a todo estoy tranquilo, sentado sobre la cornisa y lo veo avanzar y avanzar destruyendo todo lo que encuentra a su paso, perfecto, blanquecino,  como dijo Ballard "con la luz que utilizaría Dios si nos hiciera una foto" y no puedo hacer nada por detenerlo y me quedo ahí, quieto preguntándome que es lo que hice o hicimos mal para desaparecer en décimas de segundo arrasados por un relámpago gigante. De cuando en cuando alguien se cuela en el sueño y, durante unos segundos nos miramos, veo lágrimas en su cara y también las ve en las mías. No decimos nada y, entonces, todo desaparece y no queda nada.

No me cabe ninguna duda de que esas historias de destrucción global, el Pánico nuclear se llamaba, fueron acalladas por el fin de la Guerra Fría y los acuerdos sobre recorte de misiles obraron el milagro de que la gente se olvidara de que, con la caída del Telón de acero, nos enfrentábamos a la multiplicación de los frentes y a la amenaza de que algún chiflado con ganas de hacerse un hueco en las páginas de la historia soltara uno de aquellos bichos contra un país vecino. Tampoco tengo ninguna duda de que toda esta fascinación por el "fenómeno zombie" no es más que una reinterpretación postmoderna de una generación que, como mi amigo y yo, creímos vivir al borde del precipicio de la destrucción global. Los zombies se parecen bastante a los seres mutantes que imaginamos saliendo de las cloacas tras los últimos bombazos, fenómenos de ferias, con caras desfiguradas, quizás más fuertes tras la tercera o cuarta generación de comer restos humanos, más resistentes a la crudeza del invierno nuclear, a lo mejor reforzados por alimentarse de latas caducadas de melocotón y eso, la oleada de violencia, de destrucción  y muerte que le persigue a uno sin que pueda escapar tiene un paralelismo directo con la BOMBA. Los último supervivientes, rodeados y faltos de casi lo básico para vivir se enfrentarían a una muerte segura o, lo que es peor, a una victoria pírrica, a una vida desgraciada de sufrimiento, a la imposible reconstrucción de sus vida siempre amenazada por la vuelta de la violencia, la reaparición del brote psicótico.

Quizás nuestra necesidad de digerir un trauma infantil impuesto por el mundo en el que vivimos nos ha atrapado en esa fascinación zombie que nos invade como el último grito de temporada. Pero quizás las razones de la moda sean más cercanas y, en el fondo, nos estemos diciendo que seguimos asustados y fascinados por la posibilidad de desaparecer de un plumazo.

4 comentarios:

manu dijo...

Yo hice la mili justo antes de la caída del muro de Berlín, cuando la URSS era la gran amenaza.

Allí nos hacían demostraciones con NBQ, entre otras cosas. Lo único que me acojonaba es que a los del Telón de Acero se les ocurriera irse de paseo por Europa porque, supuestamente, a nosotros nos preparaban para ser la primera fuerza de choque que intentara frenar a los soviets en los Pirineos. Menos mal que no paso nada... si no ahora posiblemente el ruso fuera lengua vehicular en los coles.

eduardoritos dijo...

Puedes consultar al señor REPRONTO en su video blog.

Te ves todos sus mini-reportajes-estudios, que son muy interesantes y, en concreto, uno sobre los zombies y el cine de terror.

Su teoría es un poquito distinta de la tuya, y creo que más acertada.
Pero, en ambos casos, llegáis a la misma conclusión: los zombies se usan en el cine como sublimación de temores colectivos, poniendo "cara" a situaciones más bien adversas que no nos gustan nada de nada.

En cuanto a terrores propios, yo tenía un album de cromos sobre armas de toda la historia, incluyendo el tiempo futuro.

Había dos que no me dejaban dormir (literalmente): la bomba de neutrones (me acojonaba eso de que dejara las casas en pie) y, sobre todo un rayo que hacía desaparecer todo lo que había a su paso.
Estaba dibujado deshaciendo un tanque enorme, y yo me imaginaba lo peor de lo peor.
Joder, por lo menos, con la bomba de neutrones, y con un poco de suerte, te podías librar de morir, y quedaba algo en pie donde poder cobijarte.

seeyouinthenextlife dijo...

Lo seguimos estando!!!, muy asustados amigos milenaristas. El rollo apocaliptico y postapocaliptico está de moda, es miedo con una mezcla de regusto sádico.

Hay un libro que explica de cojones parte de lo que expones se llama "La Tierra Permanece", muy recomendable.

Por cierto arrriba los zombitacos fellas!!!!!.

Anónimo dijo...

El traje NBQ es una cosa realmente terrorífica. Sé de buena tinta cómo funciona y para qué funciona y la explicación es simple. El traje NBQ del que dispone actualmente el Ejercito Español protege al soldado de lo nuclear, lo biológico y lo químico. Y en cada uno de estos, unos pocos factores a unos niveles realmente bajos. A parte, a la hora de utilizar dicho traje ha de hacerse con precisión de cirujano. Si el traje no está debidamente cerrado, la protección será nula. Para que te hagas una idea de cuales son los cierres que garantizan la hermeticidad necesaria bastará decir que todo es una amalgama de belcro y ataduras. Dificil de poner, dificil de quitar y dificil de utilizar para un simple paseo de 20 metros.
Por si esto fuera poco, el traje, se supone, está preparado para unas amenzas a las que no se podría sobrevivir sin él. Es decir, todo aquel que no disponga del NBQ, morirá, y eso es toda la población civil española.
Pero no te alarmes.