Rafael estaba hablando a voz en grito sobre los pormenores de la construcción de la estatua de Pizarro que decora el centro de la plaza de Trujillo (Cáceres). Sentado en la terraza de una heladería su particular clase de historia iba haciéndose cada vez más molesta para los pocos paisanos que, a esas horas, ocupaban las otras terrazas y que no estaban demasiado dispuestos a escuchar como un desmañado anciano, vestido con un traje gris y una corbata a cuarenta grados a la sombra, cargaba contra el conquistador, pese a que en realidad fue uno de los mayores sanguinarios que participaron en la Conquista. Digamos que a nadie le apetece que vengan a su casa a hablar mal de los vecinos.
Comentó que fue un regalo de la familia Rummsey, un norteamericano amigo del Duque de Alba entusiasmado con la Historia de España y estudioso de la conquista del Perú y su esposa ambos bastante ricos, el peso exacto (6500 kilos) y el destino último de la estatua gemela que también pagaron los Rummsey y que el Ayuntamiento de Lima había retirado del centro de la ciudad para colocarla en un parque más recoleto donde seguía recibiendo las mismas muestras de cariño en forma de pedradas, pintadas y bombas de pintura que en el pasado. Luego pegó un garrotazo en el suelo que ahuyentó a las palomas y despertó a algunos vecinos que estarían echando la siesta y dijo: “Las junturas de los adoquines de esta plaza están pringados de sangre india”. En el pasado Rafael había sido muy crítico con los fastos del Quinto Centenario del descubrimiento de América y había escrito algunos artículos francamente combativos contra dichas celebraciones en las que dejaba bastante claro que dicha fecha debería de haber sido aprovechada por parte de Occidente para elevar una queja (y a ser posible una restitución) de los atropellos de la conquista que incluían matanzas y atropellos de toda índole desde Usuahia hasta Alaska.
La conversación giró entonces a los escritores hispanoamericanos que Rafael dividía entre los que habían explotado la herencia criolla y los que, directamente y con el tiempo, habían decidido acercarse a Europa o creerse directamente europeos señalando a algunos de ellos pro salvando a muy pocos. No solía estar Rafael tan parlanchín pero algo, seguramente la presencia de otro gran escritor catalán entre nosotros, le lanzó a una de esas peleas contra la historia (peleas que no se podrán ganar hasta que no podamos enderezar las líneas del espacio-tiempo con la invención de una máquina del tiempo) en la que iba desmenuzando mitos. Luego vino el camarero y Rafael pidió una copa de helado con tres bolas con ración extra de sirope. “Azucar, no debería, pero bueno, qué mas da”. Habíamos estado viajando por una ruta poco conocida de Extremadura que nos había llevado hasta el arco del Templo de Diana, rescatado de la inundación del pantano cercano que ahogó el pueblo de Talaverilla y que fue la única pieza indultada (junto a unos cuadros de El Greco) de un espectacular conjunto artístico que duerme debajo de las aguas, y luego hasta la Encina Terrona de Zarza de Montánchez considerada como la más grande del mundo y mucho más tarde, ya casi para comer, al mirador del Parque Natural de Monfragüe donde el escritor catalán, Rafael y yo nos quedamos charlando y donde Rafael nos enseñó un pequeño cuaderno guardado en el bolsillo de su chaqueta donde con letra prieta iba escribiendo términos perdidos. Los llamó así.
El caso es que la charla se dirigía indefectiblemente hacia un único tema: el desánimo. Participaba yo de la amargura de Rafael por otras razones que no eran las puramente intelectuales. Normalmente eludo las conversaciones amargas que no llevan a ninguna parte pero acababa de perder mi trabajo y estaba KO después de una temporada en la que me había dedicado a darme de puñetazos con todo el mundo y, bueno, en esa situación sueles dejarte llevar y compartir el punto de vista más radicalmente negativo…en esas andaba, despellejando a Tirios y Troyanos, cuando el camarero se acercó hasta la mesa y repartió las consumiciones. Estaba la cosa en su punto álgido y ya había saltado hacia la molesta, pretenciosa y falsa (¡Sobre todo falsa!) asunción por parte de la intelectualidad occidental más cursi de la cultura oriental cuando Rafael hundió con furia la cucharilla sobre las bolas de helado y la sacó de las entrañas de la golosina arrastrando una generosa porción de Stracciatella bañada en sirope hacia su boca para luego como un Saturno que devora a sus hijos meterla en su boca. Y pasó el milagro.
Rafael borró de su cara el gesto adusto, echó la cabeza unos milímetros hacia atrás, dibujó una pequeña sonrisa y saboreó el helado. Luego devolvió su cráneo a la posición normal y se quedó durante unos segundos mirando hacia la estatua de Pizarro. Después comenzó a hablar y dijo: “Mi padre no era muy hablador, pero a mi me encantaba pasear a su lado, paseos largos por Recoletos para terminar sentándonos en cualquier kiosco cercano al Museo del Prado, en verano se podía tomar horchata o agua de cebada”.
Y después de la ensoñación se lanzó sobre su copa de helado y desapareció su humor de perros y comenzó a hablar de que a lo mejor había tiempo para visitar algún sitio cercano a nuestro destino que fuera de interés y después estuvo de un fantástico humor durante toda la tarde.
Después de asistir a aquel milagro del helado saqué la conclusión de que la vida, normalmente, te depara momentos asquerosos y conversaciones hoscas pero que, de cuando en cuando, también existe la posibilidad de disfrutar de una buena película, de un mejor libro, de una gran canción, de un buen chiste, de una gran historia, de una raja de sandía, de una cerveza helada, de un cocido, de un whiskazo en condiciones o de un helado de tres bolas con una ración extra de sirope y que el truco consiste en pasar lo mejor posible los malos momentos y agarrar con fuerza los instantes en los que podemos sentirnos un poco mejor para extenderlos y disfrutarlos el máximo tiempo posible porque uno no sabe nunca cuando nos van a volver a cortar la digestión. Lo dicho: disfruten.
Comentó que fue un regalo de la familia Rummsey, un norteamericano amigo del Duque de Alba entusiasmado con la Historia de España y estudioso de la conquista del Perú y su esposa ambos bastante ricos, el peso exacto (6500 kilos) y el destino último de la estatua gemela que también pagaron los Rummsey y que el Ayuntamiento de Lima había retirado del centro de la ciudad para colocarla en un parque más recoleto donde seguía recibiendo las mismas muestras de cariño en forma de pedradas, pintadas y bombas de pintura que en el pasado. Luego pegó un garrotazo en el suelo que ahuyentó a las palomas y despertó a algunos vecinos que estarían echando la siesta y dijo: “Las junturas de los adoquines de esta plaza están pringados de sangre india”. En el pasado Rafael había sido muy crítico con los fastos del Quinto Centenario del descubrimiento de América y había escrito algunos artículos francamente combativos contra dichas celebraciones en las que dejaba bastante claro que dicha fecha debería de haber sido aprovechada por parte de Occidente para elevar una queja (y a ser posible una restitución) de los atropellos de la conquista que incluían matanzas y atropellos de toda índole desde Usuahia hasta Alaska.
La conversación giró entonces a los escritores hispanoamericanos que Rafael dividía entre los que habían explotado la herencia criolla y los que, directamente y con el tiempo, habían decidido acercarse a Europa o creerse directamente europeos señalando a algunos de ellos pro salvando a muy pocos. No solía estar Rafael tan parlanchín pero algo, seguramente la presencia de otro gran escritor catalán entre nosotros, le lanzó a una de esas peleas contra la historia (peleas que no se podrán ganar hasta que no podamos enderezar las líneas del espacio-tiempo con la invención de una máquina del tiempo) en la que iba desmenuzando mitos. Luego vino el camarero y Rafael pidió una copa de helado con tres bolas con ración extra de sirope. “Azucar, no debería, pero bueno, qué mas da”. Habíamos estado viajando por una ruta poco conocida de Extremadura que nos había llevado hasta el arco del Templo de Diana, rescatado de la inundación del pantano cercano que ahogó el pueblo de Talaverilla y que fue la única pieza indultada (junto a unos cuadros de El Greco) de un espectacular conjunto artístico que duerme debajo de las aguas, y luego hasta la Encina Terrona de Zarza de Montánchez considerada como la más grande del mundo y mucho más tarde, ya casi para comer, al mirador del Parque Natural de Monfragüe donde el escritor catalán, Rafael y yo nos quedamos charlando y donde Rafael nos enseñó un pequeño cuaderno guardado en el bolsillo de su chaqueta donde con letra prieta iba escribiendo términos perdidos. Los llamó así.
El caso es que la charla se dirigía indefectiblemente hacia un único tema: el desánimo. Participaba yo de la amargura de Rafael por otras razones que no eran las puramente intelectuales. Normalmente eludo las conversaciones amargas que no llevan a ninguna parte pero acababa de perder mi trabajo y estaba KO después de una temporada en la que me había dedicado a darme de puñetazos con todo el mundo y, bueno, en esa situación sueles dejarte llevar y compartir el punto de vista más radicalmente negativo…en esas andaba, despellejando a Tirios y Troyanos, cuando el camarero se acercó hasta la mesa y repartió las consumiciones. Estaba la cosa en su punto álgido y ya había saltado hacia la molesta, pretenciosa y falsa (¡Sobre todo falsa!) asunción por parte de la intelectualidad occidental más cursi de la cultura oriental cuando Rafael hundió con furia la cucharilla sobre las bolas de helado y la sacó de las entrañas de la golosina arrastrando una generosa porción de Stracciatella bañada en sirope hacia su boca para luego como un Saturno que devora a sus hijos meterla en su boca. Y pasó el milagro.
Rafael borró de su cara el gesto adusto, echó la cabeza unos milímetros hacia atrás, dibujó una pequeña sonrisa y saboreó el helado. Luego devolvió su cráneo a la posición normal y se quedó durante unos segundos mirando hacia la estatua de Pizarro. Después comenzó a hablar y dijo: “Mi padre no era muy hablador, pero a mi me encantaba pasear a su lado, paseos largos por Recoletos para terminar sentándonos en cualquier kiosco cercano al Museo del Prado, en verano se podía tomar horchata o agua de cebada”.
Y después de la ensoñación se lanzó sobre su copa de helado y desapareció su humor de perros y comenzó a hablar de que a lo mejor había tiempo para visitar algún sitio cercano a nuestro destino que fuera de interés y después estuvo de un fantástico humor durante toda la tarde.
Después de asistir a aquel milagro del helado saqué la conclusión de que la vida, normalmente, te depara momentos asquerosos y conversaciones hoscas pero que, de cuando en cuando, también existe la posibilidad de disfrutar de una buena película, de un mejor libro, de una gran canción, de un buen chiste, de una gran historia, de una raja de sandía, de una cerveza helada, de un cocido, de un whiskazo en condiciones o de un helado de tres bolas con una ración extra de sirope y que el truco consiste en pasar lo mejor posible los malos momentos y agarrar con fuerza los instantes en los que podemos sentirnos un poco mejor para extenderlos y disfrutarlos el máximo tiempo posible porque uno no sabe nunca cuando nos van a volver a cortar la digestión. Lo dicho: disfruten.
3 comentarios:
Así sea, hermano.
Una vez tardé tres meses en sonreir de forma sincera. Fué en el cabo de peñas, en marzo de 2004. Tras un arroz con bogavante, pero no caldoso aunque sí exquisito, contemplando con una copa en la mano la puesta de sol sobre el mar junto a los acantilados; sin motivo aparente empecé a sonreir, una sonrisa sincera. Nunca sabes donde está el milagro hasta que lo has atravesado.
Hola Fer,
Cuanto tiempo sin verte por estos pagos...
Sin duda esa es una de las sonrisas más sinceras que se pueden esbozar.
Un abrazo, paisano...
Publicar un comentario