domingo, 31 de enero de 2010

Madrid-Salinger



Una perroflauta vocifera en medio de la calle. Es difícil entenderla porque no deja de caminar mientras da vueltas sobre sí misma para increpar a gente inexistente. Sus gritos se mezclan con el silbido del viento que azota la ciudad, un viento rápido y helador propio de las mañanas de los sábados.

Anoche una anciana completamente ida imploró al conductor que la "llevara a la Sierra". A cualquier pueblo de la Sierra donde hubiera un sitio donde pudiera descansar porque los vecinos (no explicó cuáles) no le dejaban dormir desde hacía dos o tres años. Detrás de ella uno de los vigilantes jurados de la estación de autobuses -uno de esos tíos a los que el uniforme les regala un aspecto de vagos aún mayor que el que tienen que tener sentados en su casa cualquier domingo nada más levantarse- hacía gestos con las manos de que estaba chalada. En realidad no era necesario. Un buen amigo mío compartía planta con un vecino que le mandaba mensajes escritos en papeles sucios pidiéndole que le tuviera al corriente de las últimas noticias del frente y, sobre todo, que llamara  a su puerta el día que la Guerra (una Guerra total, con mayúscula) por fin hubiera terminado y no se tuviera que encontrar cadáveres podridos en cualquier esquina.

Madrid a veces parece un desquiciado zoo humano por el que paseas preguntándote si no serás también tu otra de las fieras expuestas detrás de los barrotes mostrándole al mundo, inconscientemente, tu propia rareza, el exotismo que te hace único y que cualquier biólogo podría perfectamente catalogar dentro de una exacta subcategoría, de un preciso fenotipo. Quien sabe, nunca tenemos demasiado tiempo para ponernos a pensar en estas cosas porque, la mayoría de las veces, la mediocridad propia, heredada, impuesta o aceptada nos obliga a seguir caminando alegremente moviendo la rueda de la jaula.

Miro a la gente que duerme en la calle este invierno tapada por mantas viejas, plásticos y cartones que complementan su vestuario con forros hechos de papel de periódico gratuíto preguntándome si no son siempre demasiados los que viven en esta situación. Invisibles. Silenciosos y alcoholizados, con los ojos inyectados de sangre amarillenta. Tom Waits hablaba en "El Rey Pescador" (Terry Gilliam, 1991) de que los vagabundos chiflados cumplían un estupendo papel social: eran semáforos morales. Justo el día en el que ibas a mandar a la mierda tu trabajo para buscar algo mejor o abandonar a tu familia te cruzabas con uno y, rápidamente, te planteabas cosas como que, al menos tú tenias todas tus extremidades o un lugar donde ducharte. Rojo-Stop. Luego seguías caminando. Verde-continúe. A otra cosa.

Un profesor me dijo una vez que procurara no caer en la vulgaridad. Me agarró por banda, copa en ristre, y me soltó la frase "procura no caer en la vulgaridad". Nunca he sabido muy bien a qué se refería, es posible que fuera una de esas frases vacías como "Vive con la pregunta" o "Me cuesta creer que a estas alturas nadie sepa, a ciencia cierta, en qué gastan el dinero las diputaciones provinciales". A lo mejor solo era la frase de un tipo que se había bebido demasiados whiskys con hielo pero, al menos, lo respetaba y siempre que inicio algo me acuerdo de la forma en la que, sentenciosamente, me dijo aquello. A lo mejor yo era todavía demasiado joven para entenderlo porque, todavía, eso de la vulgaridad me persigue cada vez que me siento a escribir. Me lo tomé por ahí y por lo de irme fijando en todas las cosas que pasan a mi alrededor, en la forma en la que la gente se sienta o, en el modo, en el que una persona habla a otra. Incluso cuando hablan con personas que ni siquiera están ahí o tienen riñas con vecinos inexistentes.

Ha muerto Salinger que, en "El Guardián en el centeno", nos transmitió toda la tensión de despertar en medio de una ciudad que nos parece ajena, de la tristeza de ser joven, de la pérdida pero, también de como no caer jamás en la vulgaridad diciendo lo justo. Obra pequeña y gran impacto. No hay que escribir 150 libros en tu vida, que aprenda más de uno, para pasar a la historia como un genio que nos transmitió la angustia de fijarse en las cosas demasiado. Caigo en la cuenta de que escribir de Salinger es bastante vulgar.

Será que en la adolescencia me sentía de un modo raro (gases pensaba) y leí "El Guardián entre el centeno" -horrible traducción de "The Catcher in the rye"...el catcher es el jugador que se pone detrás del bateador en el baseball y Holden Caulfield conserva un guante de baseball sobre el que su hermano escribió algunos poemas- y descubrí que era normal sentirse ansioso y sobrepasado por las circunstancias. Con la edad es muy posible que hagas más duro. Sólo posible.