Hace tres años, por estas fechas, estaba en Londres intentando mantenerme en pie en un fiestorro ilegal organizado en una casa Hounslow. Digo lo de mantenerme en pie porque, en mi vida, había visto un sitio más desmadrado y más lleno de gente en mi vida. Por unas 20 libras, una botella de combustible para misiles etiquetado erroneamente con la palabra "vodka" y tres litros de zumo de arándanos podía asistir a un akelarre de música electrónica pinchada por un DJ hierático (de esos que parece que se aburren poniendo música) alrededor del cual bailaba sincopadamente ese tipo de gente que cree que el día de mañana es nada más que una amenaza de tormenta en el horizonte.
La culpa era mía, quiero decir, no tenía culpa de la música, ni de los invitados que vomitaban en las esquinas, ni de las chicas con aspecto de dependientas de fish&chips puestas de éxtasis que se morreaban con tíos sin camiseta aquí y allá o demandaban un poco de atención montando numeritos lésbicos sudorosos en la cocina en medio de un bosque de brazos que sostenían teléfonos móviles...la culpa era mía por haber encabezado una de esas maniobras estúpidas que me llevan a ser una de las pocas personas capaces de encontrar el último garito abierto incluso estando en medio de El Vaticano. Antaño pensé que era una especie de super poder pero, en realidad, con los años he descubierto que es un sistema de defensa para no quedarme solo.
El caso es que era muy pronto, los pubs estaban abiertos y había pasado la mañana paseando por la Tate, sentado debajo de un enorme sol artificial que pertenecía a una instalación artística. Comí en un paquistaní cercano a Leicester Square y me había sentado a leer The Guardian al ladito de la estatua de Chaplin para mirar qué película iba a ir a ver. Me decidí por un cine pequeñajo donde ponían una restrospectiva de cine británico y proyectaban Pasaporte para Pimlico (Henry Cornelius, 1949) una comedia de la Ealing que sólo había visto una vez en TVE y que me había encantado. ¿Había mejor plan?
El caso es que era muy pronto, los pubs estaban abiertos y había pasado la mañana paseando por la Tate, sentado debajo de un enorme sol artificial que pertenecía a una instalación artística. Comí en un paquistaní cercano a Leicester Square y me había sentado a leer The Guardian al ladito de la estatua de Chaplin para mirar qué película iba a ir a ver. Me decidí por un cine pequeñajo donde ponían una restrospectiva de cine británico y proyectaban Pasaporte para Pimlico (Henry Cornelius, 1949) una comedia de la Ealing que sólo había visto una vez en TVE y que me había encantado. ¿Había mejor plan?
Mi plan se torció un poco, como tantas otras veces, por culpa del superpoder. Conoces a alguien, inocentemente te invita a una fiesta que organizan unos amigos que, en realidad, es una warehouse party -el nombre que reciben las fiestas ilegales en Inglaterra desde los tiempos del sonido Manchester- a la que asistes llevando contigo a un montón de gente a la que le parece mejor majarse el hígado que seguir el recorrido previsto de película viejuna-ofertas de DVD en el Virgin Megastore-cenita en wagamama a base de noodles y cerveza asahi. Vale. Marchemos. Poneos detrás de mí, chicas. ¿Os he dicho ya lo del superpoder? ¿Y la responsabilidad que conlleva? Abramos un desfliadero en las entrañas del Thamesis y os llevaré hasta el único lugar de Londres que ofrece entretenimiento alejado de los malditos turistas.
Allí estábamos, ya ves, en una de esas casas que se ven cuando uno va en el tren de Heathtrow a la City. Distrito de Hounslow, donde Cristo perdió los clavos y nosotros los tornillos, donde cada tienda es un Tesco, los pakistaníes discuten con los nigerianos en cada esquina por un quítame allá esa tarjeta de móvil, las casas baratas están construídas bajos los peores parámetros del peor gusto inglés y los parques están llenos de chavales en chandal que fuman cigarrillos y beben latas de cerveza barata subidos a los columpios y los toboganes de metal.
El Distrito de Hounslow fue a finales de los 60 uno de los orgullosos bastiones del movimiento skinhead primigenio. Demasiado obreros para ser mods y demasiado insatisfechos de la cultura musical propia como para no adoptar la cultura musical jamaicana, los Skinheads, los genuínos trojans fueron la base de una flamante nueva ola juvenil que creció enclaustrada entre los suaves coletazos del hippismo y los elitistas músicos del rock sinfónico que comenzaban a pastar en las universidades y las escuelas de arte. Entre Jethro Tull y Pink Floyd eligieron el SKA, el soul que escupían las emisoras del norte y formaron un frente multirracial y multicultural urbano que alumbró también los primeros berridos del punk y que acabó por confundirse (sobre todo estéticamente) con el germen del neonazismo propulsado por la crisis en la que se sumió Inglaterra a comienzos de los años 70.
Evidentemente no era capaz de pensar en todo eso mientras me estaba intentando mantenerme en pie, sólo quería buscar a los restos del comando que aparecían entre los bailarines ciegos y desparecían de nuevo como los ninjas detrás de cualquiera de aquellas puertas sin dirección ni orden aparente. Pese a que eran sólo las siete o las ocho de la tarde pronto alguien llamaría a la policía y algo me dice que los extranjeros siempre pillamos. Un extranjero en medio de cualquier asunto medio ilegal es un ñu con una pata rota en medio de la Sabana.
Todo tenía ese punto de mal gusto británico, ya sabes, dientes rotos, alcohol mal digerido, chaquetas de chandal sin camiseta, chicas con raíces desteñidas, mallas, esclavas de plata. Como los Goldie Lookin´Chain pero completamente en serio, sin disfraces. Entre medias gente mejor vestida, gafas de pasta, chaquetas de pana. Camisetas con mensajes fínamente irónicos o jerseys estratégicamente roídos para que parecieran viejos. Entre ellos encontré a la chica que me había invitado al evento. Hola. Hola. Bienvenido. ¿Tu grupo?. Perdido. ¿Disfrutas?. Esperaba que me explicaras todo esto. Ven. Toma. Bebe. Fuma.
El caso es que, en realidad, estaba en un safari. Según me explicó la casa pertenecía a un camello que conocían, él ponía la droga a un precio aceptable, la casa y al grupo de desdentados. El alcohol, el dinero en efectivo y la música corría a cargo de los invitados de verdad que éramos los "turistas". Así nos llamó, "turistas". Un grupo de gente que se movía del centro hasta los suburbios para imbuirse de un poco de realidad, para llegar a casa oliendo a genuíno sudor del extraradio. La vida era mucho más auténtica cuando uno se alejaba de los garitos del Soho, caminaba en dirección contraria a la Calle Berner.
Turistas de extrarradio. Ya ves. Cosmonautas que quieren comprobar que los personajes de Little Britain o Irvine Welsh se han salido en realidad del papel. "Es la típica cultura en descomposición" me dijo un gafotas sin saber nada del pasado glorioso del barrio "por eso hay que verla...es tan auténtico". Dando por hecho que, incluso, la ropa que llevaba pasaría en algún momento de moda. Un puñado de fotos, un par de vídeos de móvil después y uno ya podía volverse a casa feliz por lo que había visto.
Apoyado en la encimera de una cocina desastrosa, con un vaso de plástico lleno de vodka y zumo de arándanos aguado me acordé de un cuento de ciencia ficción en el que una persona le alquila una habitación a unos extranjeros que llaman su atención. Descubre, muy tarde, que en realidad son seres humanos del futuro. Dichos viajeros del tiempo se presentan en un lugar del planeta concreto en el que saben que va a ocurrir una hecatombe para sentarse en un lugar privilegiado a verla. Me sentí un poco así, como aquella vez que de niño fui a un zoo-safari de esos en los que te metes en un autobús para ver a un montón de fieras aburridas y a unos cuantos monos desquiciados.
Estaba allí, intentando mantenerme en pie, luchando contra mis ganas de vomitar y no especialmente por el asqueroso combinado, intentaba mantenerme en pie aguantando las nauseas que me provocaba el olor a snobismo que comenzaba a ser mucho más fuerte que el de la humedad y el sudor condensado cuando una chica con una falda escocesa y una camiseta de inspiración punkie entró en la cocina y dijo:
-"No os lo perdais, no os lo perdais...alguien le está zurrando a alguien en la acera...".
En la pista el DJ malhumorado estaba pinchando a New Order completamente solo. La fiesta tocaba a su fin. Había que ponerse a cubierto. Irse. Adios. Goodbye Hounslow! Gracias por los servicios prestados, por hacernos sentir tan especiales y afortunados de no tener que beber tu agua, ni comprar nuestra comida en un Tesco, ni tener que discutir con los pakistaníes el precio de la lata de coca-cola. Gracias por haber perdido tu memoria y tu ska y haber cambiado las botas de acero por las zapatillas deportivas así no tendremos miedo de que nos patees el culo y, sobre todo, gracias por ser contener en tus calles toda esa mala baba, todo ese mal gusto y que sea así por muchos años porque, Dios, necesitamos lugares como estos para sentirnos unos auténticos turistas.
2 comentarios:
La próxima vez que vaya a Londres quiero que seas mi guía...
Cuenta con ello...
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