viernes, 22 de octubre de 2010

Tenemos que hablar de Kevin (Lionel Shriver): mitos sobre la maternidad y la pedagogía. Cuando los hijos se vuelven unos cabrones



En la primavera del año pasado me encontré en el centro de Madrid con una antigua profesora. Si la saludé fue porque, en el pasado, se portó francamente bien conmigo y le guardaba mucho cariño. Era una tipa estupenda. El caso es que, como los temas se agotan, le pregunté por su marido y por su hijo. Y contestó "Mi marido está de maravilla pero, sinceramente, nuestro hijo nos ha decepcionado. Es un desastre que tiene un trabajo muy malo y mal pagado, no se, es como si hubiéramos fallado con él, hace tiempo que hemos decidido que lo mejor es que vaya a su aire. No vive, sobrevive".

Aquello me dejó completamente frío. Creo que se me notó porque, después de aquella frase, mi antigua profesora se despidió a toda prisa y yo no tuve ningún interés en retenerla ahí después de hacerme una tan brutal y sincera afirmación. Pensé que, ni mucho menos, aquel discurso estaba preparado y que, por lo que fuera, de pronto aquella tonta pregunta le había disparado un arrebato de sinceridad que podría haberse ahorrado con el "pues bien" evasivo que se le suele regalar a los casi desconocidos. No lo hizo y creo que, de pronto, aquella respuesta la sobrepasó o, de pronto, sintió que había hecho un comentario que de ningún modo parece aceptable.

Después me he enterado que el problema del chiquillo en cuestión no tiene que ver con que sea yonki o que, de algún modo, lleve una vida vergonzante simplemente es que, de algún modo, había traicionado las expectativas que sus padres habían puesto sobre él.

Aquello me sobrecogió porque uno nunca se acostumbra del todo a escuchar a un padre hablar mal de un hijo en público y, seguramente, es todavía un asunto tabú el que las madres se despachen con tanto desánimo a propósito de su grey. De hecho, normalmente, incluso los padres de los peores cabrones de la historia siempre acaban por justificar de algún modo la conducta de sus hijos frente a los extraños. "Era buen chico, pero un poco impulsivo", "era un muchacho maravilloso pero influenciable".

El dolor por la conducta de la descendencia suele ser algo que, principalmente, suele mostrarse sólamente en privado. En cierto modo, en esa justificación, existe el anhelo de que alguna vez la muchachada se redima y comience a comportarse delante de las visitas.

Se habla mucho del instinto maternal. De hecho una gran parte (por no decir) de la humanidad tiende a hablar de esos instintos basándose en todo tipo de argumentos físicos, biológicos, sociales, antropológicos...si miramos en el fondo de nuestro corazoncito comprobaremos que la mayoría de los argumentos suelen ser literarios, pueriles y, la verdad, francamente machistas. Suelen ser interesados, es decir, la mujer tiene un papel predeterminado por su físico y su psique que la empuja a cuidar el nido, ergo, no debería de moverse del nido y respetar el papel de cazador-recolector del hombre y, cuando lo traiciona, se siente mal, desplazada e inutil. No es algo que me invente yo, échenle un vistazo a toda la información que recorre el país estos días sobre las ministras, especialmente sobre Leire Pajín, y se darán cuenta de que gran parte de los delitos que se le achacan son vistos como execrables en una mujer pero ciertamente aplaudibles cuando los comete un hombre. Reconozcamos que el hecho de que las mujeres salgan de casa a trabajar o a buscarse una carrera suele, todavía (Madre de Thor, todavía), cierta picazón. Se suele ver a esa dama, en cuestión como una especie de monstruo que ha renunciado a representar un papel prototípico que, ríanse a gusto, la biología le marca. Parece que las mujeres no tuvieran otra opción para realizarse que el de convertirse en madres o, por el contrario, optar al papel de bruja despiadada y castradora...

Fíjense ustedes en las ampollas que levanta cualquier relato escrito por una mujer, incluso cualquier declaración, en la que se le ocurra decir por ejemplo que sus hijos les parecieron feos, que la maternidad le pareció una tortura y que, de verdad, que no le gustaría repetirlo más.

En "Tenemos que hablar de Kevin" su protagonista, Eva Katchakourian, nos va narrando a través de unas cartas que envía a su marido sobre los días en los que decidieron tener un hijo, las motivaciones absurdas que les llevaron a tomar esa decisión cuando ambos disfrutaban de una vida plena y, sobre todo, el error mayúsculo que supuso tal decisión.

Ni que decir tiene que lo primero que piensas es "vaya, bruja egoista". Sí. Lo piensas. Piensas que es imposible que esa mujer exprese esas dudas sobre la maternidad con tanta frialdad. Luego te enteras de por qué: su hijo Kevin entró un día en un Instituto y mató a 9 de sus compañeros. Sin más.

A través de una estructura epistolar Eva Katchakurian nos va contando como pasó de convertirse en la escritora de guías de viaje y luego en la dueña de su propia editorial a una víctima de un hijo rematadamente cabrón que demuestra todos los rasgos de un psicópata de libro. Nos cuenta como la relación con su pareja, un americanote enamorado de América que se dedica a localizar escenarios para publicistas, se va diluyendo entre una nube de pañales sucios (el muchacho, simplemente por placer, se está cagando y meando encima hasta los seis años), una serie de dolorosos enfrentamientos con amistades y vecinos y un sin fin de salvajadas de las que, su primogénito, es único protagonista.

Esta novela, que tiene todos los ingredientes del desánimo del protagonista de "Pastoral Americana" (Philip Roth), es fría hasta el mareo. Te deja tieso. Sobre todo porque descubres que la protagonista está completamente sola no ya ante un bicho malo sino ante su propio marido que, por una serie de cuestiones más folclóricas que éticas, decide ponerse en todo momento al lado del muchacho. Ya ven, el padre de familia cree que, de verdad, su señora está loca y que ni siquiera los hechos (y es que el niño créanme es un hijoputa) van a hacerle dudar, ni por un instante, de que su familia es completamente modélica. En cierto modo, su forma de sufrir es otra completamente distinta pero igualmente dolorosa.

"Tenemos que hablar de Kevin" se revela como una novela triste y negra que pone de manifiesto los engaños y las trampas que nos tragamos a costa del ideal de familia pero, sobre todo, pone el dedo en la llaga de algunas cuestiones ocurrentemente dolorosas como, por ejemplo, el creciente uso de una especie de pedagogía que parece sacada de libros de autoayuda, una cierta extensión de los mitos expandidos por ciertas revistas y, en definitiva, una especie de mala digestión de los principios básicos de la educación de los pequeños gañanes.

La narración del infierno de Eva sirve a Lionel Shriver, su autora, para repasar el "anonadante" fenómeno de las matanzas de Instituto que se han producido en los Estados Unidos haciendo un especial hincapié en los porqués (tristemente sin respuestas claras) pero poniendo bastante énfasis en las estúpidas medidas que se han tomado para intentar atajarlo. Toda una red de guardias de seguridad, detectores de metales, líneas de delación anónimas (hicieron aumentar el número de avisos en época de exámenes) y toda una red de falso apoyo psicológico y tutelar que, como sabemos, ha provocado la eliminación del estudio de la poesía del periodo romántico (al parecer a algunos Shelley les da ganas de asesinar), la expurgación de novelas góticas de terror, la expresa prohibición de vestir de cierto modo, la persecución absurda de parte del alumnado y toda una serie de medidas pacatas que, al parecer, han tenido como efecto más inmediato que a Marilyn Manson lo miren francamente mal. 

Shriver, de un modo directo, llega a la conclusión de que los adultos se sienten indefensos ante la falta de comprensión que tienen de la vida juvenil (y sus arrebatos) y que han decidido eliminar esa diferencia más como una medida preventiva para su autoprotección que para la protección de un alumnado todavía sin edad penal a la que se le permite, por ejemplo, adquirir todo un arsenal bajo las ya conocidas alusiones a la Constitución. 

Es más, Shriver incluso se permite ir un poco más allá y comentar de pasada la absoluta falta de sentido común que anima todos esos homenajes póstumos, esas ferias del dolor donde los adolescentes pueden sentirse "víctimas" independientemente de que hayan sufrido alguna vez la tragedia (Es absurdo pero, en los USA, un alto porcentaje de los estudiantes de instituto que dijo sufrir  stress postraumático por los hechos de Columbine vivía a miles de kilómetros de distancia...eso no fue óbice para que muchos centros montaran mesas redondas y ceremonias de esas de sentirse mal) lo que para la autora pone de manifiesto que, como tantas otras veces, ciertos padres proyectan sus inseguridades sobre sus hijos viviendo a través de ellos su propio pánico. 

En definitiva esas medidas y esas ceremonias son vistas por la autora como una extensión más de la mala educación dada a los muchachos, del alto grado de pleitesía que se rinde en esta sociedad de hijos únicos a esos chiquitines sobre los que los matrimonios burgueses ponen todas sus esperanzas evitándole cualquier tipode sufrimiento. El niño es, y no de un modo figurado, el auténtico Rey de la Casa del que se espera que en el futuro deslumbre al universo con su presencia, de que sea un Mozart, un Obama, un Rouco Varela...y ese pretendido fulgor de la presencia infantil no permite, muchas veces, ver a sus padres la verdad.

Mientras tanto, y es sólamente a título personal, miren ustedes a su alrededor y díganme que no es escalofriante la pasividad ridícula con que todos esos papuchis y mamuchis demuestran cuando el vástago en cuestión se pasea en bolas por la casa como un Adán ("está en esa etapa"), se dedica a decir con maravillosa lengua de trapo eso de "mamá es una puta" ("tiene mucho vocabulario"), da patadas a las visitas ("lo hemos apuntado a Tae Kwon Do porque apunta maneras"), se caga en los rincones ("no le hagas caso, sólo quiere llamar la atención, sigamos comiendo...ya se que estamos en tu casa pero ahora lo limpiamos") y hace otras tantos actos de terrorismo infantil que siempre son justificados con una beatífica sonrisa y algún pasaje aprendido de carrerilla en una de esas revistas de psicología o en esos libros titulados "Tu pequeño cabrón y tu: guía para criar al perfecto bastardo" o "Aprende a bregar con su psicópata enano mientras te realizas" o "Lista de los 2000 traumas infantiles que tu hijo puede contraer si no le das lo que quiere a los 30 segundos de haberlo exigido". ¿No da la sensación de que muchos papás no reconocen la diferenciación de espacios entre adultos y pequeñines?

Les invito a pasearse por la vida de las familias de la neoburguesía y a conocer mejor a sus pequeños Demian. Francamente interesante. Espero que el sarcasmo, las apreciaciones y la mala leche de su autora no les produzcan mareos o, lo que es peor, unas ganas enormes de no procrear. Advertidos quedan.

NOTA del Insustancial: Les advierto que conozco a padres maravillosos que tienen una progenie para enmarcar...pero es que eso no vende tanto.

3 comentarios:

Dani Bordas dijo...

No sé muy bien cómo pero el caso es que ha llegado a tu blog.
Me parece guay.

Y... eso.

Un saludo!

Señor Insustancial dijo...

Hola Dani Bordas,

Pues muchas gracias y espero que sigas viniendo.

Un saludo.

Anónimo dijo...

Pues a mi me pareció un libro muy superficial y frívolo, que, aunque escrito por una mujer, sigue los tópicos que los hombres nos ponen a las mujeres profesionales y madres.
Es una pena porque el tema es muy bueno.