miércoles, 29 de septiembre de 2010

La contradicción de Roy Cohn


Roy Cohn fue un abogado que, en la década de los cincuenta, se hizo famoso por ser la persona encargada de llevar a la cámara de gas al matrimonio Rosenberg.

Lo tenía todo a su favor: el matrimonio era judío y era fácil azuzar levemente el antisemitismo en la sociedad americana de los 50 donde todavía imperaba (de forma más intensa que en la actualidad) la idea de que EEUU es un país construído por y para hombres blancos temerosos de Dios. Los Rosenberg además estaban acusados de ser comunistas y de haber pasado a la URSS toda la información necesaria para construir la bomba atómica con lo que también podía agrandar un poco la cada vez más extendida creencia de que los rojos estaban llevando a cabo una silenciosa pero fructífera invasión que tenía como objetivo destruir el país desde dentro. Cohn jugó bien sus cartas y fue capaz de conseguir, sin demasiado esfuerzo, una condena a muerte. Hizo el trabajo sucio que, se entiende, una democracia no debe hacer: instigó a testigos, forzó testimonios, amenazó a diestro y siniestro y se le permitió excederse en todas y cada una de sus funciones. 

El Gobierno buscaba desesperádamente dar una lección ejemplarizante a los simpatizantes de la otra superpotencia y, sobre todo, encontrar a dos víctimas propiciatorias que maquillaran un poco el hecho de que los dirigentes norteamericanos tenían una deficiente seguridad que les hacía incapaces de mantener sus secretos bajo llave. 

Roy Cohn buscaba desesperádamente hacerse famoso y poderoso (sobre todo lo primero) y no tuvo empacho en interpretar el papel de baluarte de las libertades, un papel incómodo que, a veces, te fuerza a romper las reglas del juego e ir un poco más lejos diciendo eso de "sí, vale, se que lo que estoy haciendo no es muy limpio pero, en todo caso, esto no es más que un mal menor".

La  Guerra Fría fue ideal para Cohn. Es posible que, para entender esta etapa, haya que tirar de la anécdota que se cuenta en el estupendo Los hombres que miraban fíjamente a las cabras (Jon Ronson, Ediciones B) en el que un funcionario de la CIA informa a un superior de que sería bueno comenzar a gastar fondos públicos en el desarrollo de planes que tuvieran como objetivo investigar en el campo de la telequinésis y la telepatía porque los rusos les estaban tomando ventaja en el asunto. Al preguntar el superior sobre cómo los rusos estaban haciendo algo tan raro el funcionario le cuenta que, cosas del destino, fue la propia CIA la que inventó el bulo de que estaba desarrollando este tipo de investigaciones para poner nervioso al rival y que este, se lo había tomado tan en serio, que decidió tirar para adelante. 

¿Era verdad que los rusos estaban llevando a cabo una secreta invasión, una infiltración en la sociedad americana con el objetivo de predisponer a las masas a favor de Stalin o, peor, de instalar alguna vez a un niño educado secretamente como un bolchevique para llegar a la Casa Blanca y abrirle la puerta de par en par a los bolcheviques? ¿Era posible que esto no fuera más que una artimaña propagandística que se les había ido de las manos a todos pero que, había sido tan bien extendida, que ya era imposible discernir entre lo que era verdad y lo que era mentira?

Pues eso parece. El caso es que el pánico era tal que, la administración americana, no tuvo empacho en como dijo Malcolm X sobre el asesinato de Kennedy: "Poner a las zorras a cuidar del gallinero".

Tras el juicio a los Rosenberg Roy Cohn llamó la atención del director del FBI, Edgar Hoover, que se lo recomendó expresamente a Joseph R. McCarthy. 

Los tres fueron las zorras que cuidaban del gallinero: Hoover se hizo famoso por mantener una de las redes de espionaje de ciudadanos más amplias e intensas de Occidente llevando a veces sus métodos a lugares donde ni la STASI se atrevió a llegar convirtiéndose en la oreja de América y centrándose en cualquier personaje que resultara de algún modo incómodo. Gracias a Hoover, que convirtió al FBI en una especie de "Sálvame", conocemos al dedillo la vida sentimental de la familia Kennedy, los devaneos amorosos de Luther King, la lista completa de actores y actrices homosexuales y un sinfín de cotilleos sobre Elvis y otros personajes públicos que, poco a poco, fue filtrando sin demasiada piedad. 

Detrás de ese alegre oreo de los trapos ajenos se esconde, claro está, un denodado intento por controlar al personal pero, también, la necesidad imperiosa de esconder los trapos propios como el hecho de que era gustoso de vestirse de señora (algo que hacía en la estricta intimidad) y de mantener una larga e, imagino, deliciosa relación con  Clyde Tolson, un director adjunto del FBI. Curiosamente a Tolson le fue entregada la bandera que cubría el ataud de Hoover (algo que sólo se hace con la familia o con la viuda) lo que se interpretó como una póstuma salida del armario. Cuando Tolson murió, por cierto, fue enterrado a muy pocos metros de Hoover.

Por su parte Joseph R. McCarthy era un paleto con cierta maestría en el arte de la demagogia que se presentó frente al pueblo americano como un patriota que no tenía miedo en usar las mismas armas que se le intuían al enemigo soviético para ponerlas al servicio de un fin mayor. Esto es, el colmo de la demagogia que consiste en instaurar un reino de Terror para luchar contra el terror. A McCarthy le debemos eso de ser el inventor de la "Caza de brujas" y su lista negra y, como no, de acuñar el término McCarthismo con el que definimos en la actualidad cualquier maniobra política que tenga como objetivo la persecución ideológica de un colectivo concreto utilizando todo tipo de elementos de presión a su alcance.

Las razones de McCarthy para ello hay que buscarlas en un tío bastante poco inteligente que creía, claramente, en lo que predicaba un discurso sencillo (America está invadida por judíos y rojos) que llegaba con claridad cristalina a la masa que, básicamente, pensaba en los mismos términos que él. Huelga decir que el senador tenía también algunos muertos en el armario como una cierta incapacidad a estar sereno más de dos horas al día, un matrimonio de acomodo (de esos de fugaz resolución como los que se vieron en el PP del primer mandato Aznar y que tantas y tantas leyendas han alimentado) y el creerse plenipotenciario e intentar presionar al ejército con una historia de unos contratos y, lo que es peor, iniciar una especie de cruzada personal contra cualquiera al que se le ocurriera criticar su gestión. El caso más sangrante es el que le llevó a enfrentarse directamente contra el periodista de la CBS, Ed Murrow, al que se le ocurrió dedicarle un programa especial en el que denunciaba su gestión. Este asunto estuvo bastante bien retratado en Buenas noches y buena suerte, aquella película de George Clooney donde se recogía este emocionante discursillo de Burrow. Aquí.

El caso es que Cohn deslumbró a Hoover, un hombre con poca tendencia a dejarse impresionar, y al propio McCarthy que fue automáticamente seducido por las buenas formas del siempre bien arreglado Cohn al que le perdonó, incluso, el hecho de ser un señorito bien de New York y judío. 

Ambicioso, y algo torpón con sólo 24 años, Cohn se vio de pronto en medio del lugar donde pasaban las cosas importantes: en la Comisión de Actividades Antiamericanas. Ese aquelarre de confidentes y acusados montado por el Senado Americano para lanzarse a la ávida caza del comunista. ¿Los métodos? Los mismos que le hicieron famoso en el Juicio contra los Rosenberg y, además, las cámaras. El delirio de las cámaras, la atención mediática necesaria para ser querido y aceptado por todos, lo más de lo más. 

De pronto Cohn descubrió que podía poner a Hollywood, a todas esas estrellas que se pavoneaban por los escenarios de medio mundo, bajo su bota. Vamos, el sueño de cualquiera. ¿Se acuerdan de aquella amenaza de Gómez de Liaño en los tiempos en que los jueces eran estrellas mediáticas de "hacer que todos esos hicieran el paseillo" para referirse a políticos y gentes del grupo PRISA confesada a Baltasar Garzón en medio de una comida? Pues la misma satisfacción recorrió el espinazo de Roy en aquellos instantes. 

El problema es que los que había decidido que fueran sus secundarios de lujo, sus vírgenes de camino al sacrificio no parecían estar por la labor de hacerle la pelota y, en un clima cada vez más cargado, comenzaron a aparecer las primeras preguntas sobre la idoneidad de maltratar públicamente a la ciudadanía. 

Es más, comenzaba a dar la sensación, de que todo aquello del Comité se estaba convirtiendo en una pasarela de egos descontrolados que ya no se paraban sólamente en investigar a sujetos (la mayoría de las veces sentados ante la comisión por haber sido delatados por compañeros o, en algunos casos, por haber apoyado al Comité de Ayuda a la República Española) por sus actividades políticas sino que también se les invitaba a declarar sobre su vida privada...y estas son las cosas que, a la gente, comenzaron a no gustarle del joven Cohn porque, bueno, uno podía estar seguro de no ser un cochino comunista pero de lo que no estaba nadie seguro es de que su vida fuera lo suficientemente recta como para no llamar la atención de estos, a priori, defensores de las buenas maneras.

No fue eso, sólamente, lo que hizo patinar a Cohn (el ser un cotilla desmedido) sino algo, curiosamente, que a todo el mundo (Gobierno y Sociedad) le pareció más sangrante: en 1953 Cohn convenció a McCarthy de contratar como asesor a un viejo amigo llamado G. David Schine. 

Schine y Cohn eran amantes. En 1954 Schine fue llamado a filas y Cohn, con ayuda de McCarthy, comenzó a presionar al ejército para que su colaborador no tuviera un destino demasiado duro, para que no hiciera demasiadas guardias y, sobre todo, para que bajo ningún concepto fuera destinado a una base fuera del territorio norteamericano (Japón, Alemania...). La presión de Cohn comenzó con algunas llamadas a los mandos directos de Schine y, al ser despreciado, comenzó a llamar directamente a los que cortaban el bacalao bajo la amenaza de comenzar a dirigir los esfuerzos del Comité que practicamente dirigía hacia las Fuerzas Armadas y liar "enorme petate". 

El caso es que alguien dijo basta, ese alguien fue el secretario de defensa, y se instauró un comité para dirimir cuáles habían sido los métodos utilizados por McCarthy y Cohn contra el ejército. En franca caída McCarthy dejó las cosas correr y Cohn, temeroso de que se supieran las verdaderas razones de semejantes desvelos hacia su compañero de trabajo decidió largarse de nuevo a New York donde comenzó a trabajar como abogado. 

Como suele ocurrir con estas cosas, y es algo de interés, al pueblo americano no le importó que estos tres personajes pisotearan las libertades, hicieran un uso perverso de sus cargos y, más o menos, dejaran tras de sí una forma algo extraña de entender la defensa de las instituciones (ahí está Guantánamo, ahí están las operaciones encubiertas de la CIA en Europa en los años 70, ahí está la Puerta de Alcalá...) pues todo el mundo percibió, como se percibió tras el 11-S, que era necesario perder un poco de terreno y de libertad para combatir una amenaza que, en definitiva, no es otra que perder terreno y libertad pero, eso sí, lo que no le hizo gracia a nadie es que se descubriera que el inmenso poder que aquellas personas habían acumulado y que tenía que estar dirigido a ponerlos a todos a salvaguarda de convertirse en un distrito postal de Minsk fuera malgastado en fruslerías como hacerle la mili más agradable a un noviete. 

Curiosamente, en la práctica privada de la abogacía, Cohn fue defensor de mafiosos y de tíos sin escrúpulos quizás pensando que si había fracasado en su carrera por ser famoso y querido posiblemente tendría la oportunidad de ser famoso y odiado además de devolverle a todos esos gañanes incapaces de entender el fin último de su misión todo el mal y la vergüenza que le habían procurado. No es de extrañar que el siempre volatil y estúpido Roy Cohn fuera investigado por asuntos monetarios y que pese a que pensaba que una vez fue el tío idoneo para decirle a los demás lo que tenían que pensar fuera incapaz de caminar recto y no salirse de los términos de la ley algo que parece una industria imposible para alguien al que se le permitió disfrutar de los placeres de estar por encima de las mismas leyes que juró defender.

No es de extrañar que la penúltima aparición en los círculos políticos de Roy Cohn fuera asesorando a Richard Nixon, uno de esos tipos que como Cohn, Hoover y McCarthy pensaba que siempre es necesario tener una nutrida agenda de fulleros y mangantes sin escrúpulos que hicieran el trabajo sucio ese de bajar a la cloaca. Ni que decir tiene que la leyenda política cuenta que Cohn asesoró, años más tarde, a Reagan que lo llamó a su lado cuando el simpático actor-presidente comenzó a tener pesadillas sobre la amenaza comunista aunque, anteriormente, también se dice que fue uno de los cerebros que desestabilizó a Jimmy Carter negociando con el gobierno iraní la puesta en libertad de los rehenes norteamericanos que el régimen de Jomeini había secuestrado en el asalto de la embajada en Teherán sólamente si Reagan ganaba las elecciones. Qué delicioso sátrapa.

Como todo en la vida de Cohn fue contradicción, en grado sumo, quizás la lucha de un hombre contra sus propias pulsiones (esa lucha que tanto recomienda la Iglesia Católica) el abogado tuvo una intensa y poco precavida vida amorosa que lo llevó a contraer SIDA -lo más grave- y dicen que a gastar una ingente cantidad de dinero en ropa, lujazos, fiestorras y, imagino, dislates de rajá hindú. Murió completamente arruinado (perseguido por Hacienda) y su cuerpo descansa en un cementerio municipal de lo más corriente.

La compleja personalidad de Roy Cohn (un cuadro formado por un judío que alimentó el ansitemitismo, un homosexual que persiguió homosexuales, un delincuente que trabajaba persiguiendo delincuentes...) se ha convertido en obsesión y referencia de escritores tan dispares como Vonnegut o Chabon, su vida fue encarnada por James Woods en Ciudadano Cohn y por Al Pacino en Angels in America amén de que su presencia ha sido determinante para entender los avatares de las políticas llevadas a cabo por las diferentes administraciones que estuvieron en la Casa Blanca durante la Guerra Fría como un ejemplo de sus excesos. 

En el fondo Cohn consiguió su objetivo, ser famoso incluso después de muerto, y su legado político y personal bien podría haber inspirado esta acertadísima frase de esa otra zorra llamado Henry Kissinger: "Hay asesores que es interesante tener cerca para que te den su opinión y hacer justamente lo contrario".  

 Nota del Insustancial: en 1970 Waldo Salt recogía el Oscar al mejor Guión adaptado por su trabajo en "Cowboy de medianoche" (1969, John Schlesinger). Toda la troupe de Hollywood se levantó para aplaudir al guionista que había formado parte de la dichosa lista negra impulsada por el senador McCarthy. Pese a que se nos suele contentar con el pensamiento-caramelo de que la censura, de algún estúpido modo, sirve para que los artistas sean más ingeniosos a la hora de hacernos llegar su mensaje y cosas parecidas lo cierto es que Salt (como Trumbo y como tantos otros) tuvo que malvivir trabajando bajo seudónimo en muchos casos en producciones de segunda categoría. Como ejemplo: Waldo Salt escribió desde su recuperación "Cowboy de medianoche", "Serpico" (1973, Sidney Lumet), "El día de la langosta" (1975, John Schlesinger) y "El regreso" (1978, Hal Ashby) que le supuso otra estatuilla. "Everybody´s talking" era el tema principal de "Cowboy de medianoche" cantado por Harry Nilsson...

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