sábado, 10 de mayo de 2008

Paraíso



Aunque no fuera el paraíso a mi me lo parecía.


El océano Atlantico se fundía con el gris del horizonte. Amenazaba tormenta, Pepo, el dueño del chiringuito playero vacío en aquella época del año canturreaba detrás de la barra, bastante mal, por cierto, una canción del verano que me traía aprendida de España y que, fuera de ella, me parecía curiosamente aún más fuera de lugar. Se sentó a mi lado y me cogió del hombro abriendo otras dos cervezas. Y luego se quedó en silencio.


Las dos chicas catalanas, las únicas que a esas horas aguantaban en la playa, fumaban un porro enorme de algo que no era ni hachís, ni marihuana pero que te hinchaba la cabeza como si fuera un globo y era baratísimo e ilegal. Tan ilegal como hacer quitarse la parte de arriba del bikini, algo que les había costado una inmerecida fama de ligeras en todo el litoral de Río Grande do Norte, donde las leyes nos parecían tan relativas e irreales como esa tormenta que se acercaba hacia nosotros.


-"Tus amigas son muy guapas" me dijo Pepo.


-"Y están desnudas" dije.


-"No me había dado cuenta".


La modorra se estaba apoderando de mí y ni siquiera el olor de la cocina conseguía animarme. Los truenos estaban cada vez más cerca. Pepo a mi lado se acabó la cerveza y me pidió permiso para coger otra. Le dije que sí. Nosotros a aquell lo llamábamos "el descorche brasileiro", en realidad pagabas tu cerveza y la suya pero, bueno, qué mas da, en aquel paraíso una cerveza costaba como 20 céntimos de euro. Podías emborracharte por 4 y por 8 pagabas el certificado que te eximía de la culpabilidad de hacerlo solo. Todo era bastante barato en el paraíso.


Comenzaba a lloviznar. Las catalanas risueñas y colocadas se levantaron y metieron a las niñas bajo las toallas, después las agarraron de la mano y comenzaron a caminar hacia el chiringuito para ponerse a cubierto. Unos cuantos monos se metieron dentro del buggy para resguardarse de la lluvia y me miraban desde allí como diciendo "¿podemos?". Pepo salió con un enorme palo para espantarlos, le dije que los dejara pero no me hizo caso. "¿Qué favor te han hecho a ti los monos? Se cagarán y se mearán dentro del carro y luego tendrás que limpiarlo" Me decía "Los monos son como los negros". Luego se rió con su propio chiste. "Te cagan y te mean si les das permiso ¿no?". Pues no, pensaba yo, porque la verdad es que si me hubiera preguntado hubiera dicho que mi anfitrión era, en realidad, negro. Él te sacaba rápidamente de la duda. "Yo soy morenito" decía en español "mira, mira, si no me diera tanto el sol sería más blanco pero...".



Casi raza aria, vamos. Las catalanas se acercaron para darme un beso, las niñas también. El paraíso tenía sus fallos, llovía y uno escuchaba , pero uno podía sentirse, a su manera, querido por todos. Como sólo puede sentirse el padre de una familia mormona.


-"Hemos visto delfines, tío, delfines". Me dijeron las catalanas.

- "Lo que me extraña es que no hubiérais visto dragones, con el moco..." Dije.


Me miraron mal y me volvieron a besar las mejillas. Estaba haciendo mi papel de descreído. A mi también me hacían gracia los delfines. El viento comenzó a azotar los árboles y sentí un escalofrío, recordé las primaveras lluviosas de Madrid que me parecían ahora un poco falsas, recuerdos de mi vida en otro planeta lejano de color metálico.
Pepo puso la radio y comenzó a sonar una canción antigua, "ya conozco los pasos de esta escalera" o algo así, la voz de Nascemento sonaba con dificultad entre el ruido de la emisora. Al amo y señor de aquél establecimiento le gustaba más la bachata pero no dijo nada, sabía que a los europeos chiflados les gustaba aquella música tristona. Las catalanas jugaban con las nenas en la mesa de madera, mientras les secaban el pelo y les ponían algo de ropa que le habíamos comprado para ellas esa misma mañana en un puesto de la ciudad. Se sentían bastante mal, al parecer, por ver a las niñas siempre con el mismo pantalón corto y sin camiseta. Buenas personas, sin duda.
Al poco me uní al jolgorio, a las risas.
Arroz picante con pescado y langosta que Pepo juraba que era una "paella" como las que Ronaldinho se comía en Barcelona. Dijimos que sí, que ni Ronnie sería capaz de encontrar en toda Barcelona, ni siquiera en El merendero de la Toñi de la Barceloneta, un arroz más rico que aquél. Ni siquiera las catalanas protestaron. Sonó el móvil. No lo cogí. Volvió a sonar. No lo cogí. Volvió a sonar. No lo cogí. Sabía quién llamaba y no lo iba a coger. Después la tormenta estalló definitivamente con toda su furia acabando de una vez por todas con la cobertura. ¿No era inadmisible que alguien, que todavía no acababa de desayunar, quisiera estropearme la comida?


La sobremesa se alargó hasta la tarde y se abrió el día. Bebimos, fumamos, recibimos clases de capoeira de unos amigos de Pepo que se acercaron para conocer a "sus nuevos amigos españoles" y bailamos hasta que se hizo de noche. Dejamos a las crías en sus camas y nos despedimos de todos. Me sentí como un astronauta que se monta en su nave espacial y tiene que regresar a la Tierra para contar que hay una civilización más feliz.


Estuvimos la mayor parte del viaje en silencio. Una de las catalanas, sentada atrás comenzó a llorar, nunca había sido tan feliz en su vida. Yo tampoco y por eso lo cuento de vez en cuando.

Pusimos la radio, ga-so-lina/dame, más ga-so-li-na....esa puñetera canción del verano nos iba a perseguir hasta el fin de nuestros días. "Hay que joderse...al final le voy a coger cariño a esa puta canción". Ni siquiera el motor del coche consiguió amortiguar el sonido de las carcajadas.

2 comentarios:

Blógulo Fruslería dijo...

Gracias.
He vuelto casi sin darme cuenta a Boipeba, a Ilha Grande, a Salvador.

Yo también lloraba.

Señor Insustancial dijo...

Es que, sin ánimo de ofenderla, es usted una sentimental. Como el que suscribe.

Es difícil no echarte a llorar, sinceramente.

Un cariñoso (pero viril) abrazo,
Señor Insustancial